La showrunner Melissa Rosenberg ha reunido a un grupo de guionistas y directoras para construir un noir superheroico en clave femeninaLa ficción de Hollywood, y no únicamente la superheroica, tiende a resolver los conflictos existenciales de sus protagonistas enfrentándoles de forma directa a la fuente de su trauma, y haciéndoles reconciliarse consigo mismos y/o sentirse aliviados casi de forma automática, como si recibir un choque emocional lograra llevarse por delante a todos los demás. Una herencia de las viejas terapias freudianas que, pese a haberse quedado muy vieja frente a la tozuda realidad de los traumas y las heridas primarias, sigue resistiéndose a abandonar la ficción moderna.
No es el caso, sin embargo, de Jessica Jones. Pese a la contundente manera en la que su protagonista (Krysten Ritter) resolvía, al final de la primera temporada, el conflicto con el villano que la torturó años atrás, Kilgrave (David Tennant), la showrunner, Melissa Rosenberg, no ha intentado curarla mágicamente en la nueva tanda de episodios. Al contrario, ha decidido ser coherente con su naturaleza, y concebir lo ocurrido como la puerta de entrada a todo el dolor y la frustración acumulados por su heroína, y su necesidad de encontrar respuestas a un pasado repleto de incógnitas.
No obstante, aunque gran parte de esta segunda temporada de Jessica Jones gira entorno a la exploración de los orígenes de los poderes de Jessica, y su vínculo con la turbia organización que la dotó de los mismos, lo más interesante es el paralelismo que Rosenberg y su equipo de guionistas establecen con el misterioso personaje de interpreta Janet McTeer.
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Una especie de reflejo (inverso) de su propia heroína que proyecta una creciente sensación de amenaza –atención a la secuencia del piano, una de las más tensas que ha dado la serie sin que, en realidad, llegue a ocurrir nada– que le impulsa a plantearse su propia monstruosidad, pero sobre todo la relación patológica con sus propios traumas. Lo que permite que la serie, más allá de su carga genérica, reflexione sobre qué es lo que nos define a nivel íntimo, y hasta qué punto es nuestra falibidad, y cómo nos relacionamos con nuestro propio dolor –sea abriéndonos a él, sea bloqueándolo–, lo que nos convierte en humanos.
Y es que no hay muchas historias felices en Jessica Jones. Más bien todo lo contrario. Se diría que, incluso cuando creen haber encontrado un poco de paz, sus personajes están condenados al sufrimiento, a sentirse desplazados, como si eso fuera los que les mantiene unidos al universo de su protagonista principal.
Porque, pese a su actitud complicada y a su tendencia a hablar (y a insultar) como el protagonista de una novela hardboiled –lógico, por otro lado, teniendo en cuenta que Rosenberg está releyendo el relato superheroico a través de los tropos argumentales del noir–, Jessica tiene una capacidad innata para hacer sentir a los demás protegidos que, en realidad, no se apoya en sus superpoderes, sino en una cierta calidez que se esfuerza en ocultar a base de sarcasmo.
Lo que nos devuelve a uno de los temas fundamentales del (sub)género: que la naturaleza heroica no reside en la capacidad de romper las leyes de la física, sino que es un rasgo idiosincrásico de aquellos dotados de la vocación, aunque sea de forma inconsciente, de ayudar a los demás.