Cuatro ventanas, o cómo asomarse al buen cine

Mucho más que un elemento arquitectónico: las ventanas son toda una declaración de intenciones…La primera ventana de mi vida era muy baja, casi podía tocar el suelo. Una ventana en una calle perdida del mundo, una calle asfaltada con piedras grises traídas de la luna. La primera ventana a la que yo me asomé daba a un bar y del bar salía mucho humo, el humo de una plancha, el humo de los cigarros cuando se fumaba en los bares, en los trenes, en los cines.

La primera vez que miré por una ventana había mucho humo, y mucho sol, y un hombre repartiendo cajas de lechuga en una camioneta blanca. Esa ventana fue antes parte de un cine, porque yo, nunca lo he dicho, nací en una calle donde en los años sesenta hubo un cine, donde mis padres vieron Casablanca, Lawrence de Arabia o Ciudad portuaria, y luego se compraron la casa, cuando ya no había cine, se fueron a vivir al cine donde se cogieron por primera vez de la mano.

Truffaut decía que no había conocido a nadie que de niño hubiera querido ser crítico de cine, pero yo no había nacido cuando Truffaut dijo aquello, porque yo de niño jugaba a reconstruir el cine, ese fue mi primer juego, mirar por la ventana e imaginarme el cine, imaginarme como crítico amable de una película de cine y abrirlo de nuevo, imaginarme la mudanza de todos los vecinos y, al llegar la noche, encender el proyector, apagar todas las luces y quedarme solo viendo películas de Hitchcock.

Ahora, en la nueva casa, cuando el mundo duerme, simulo que todo mi salón, que la cocina, que las habitaciones del fondo, son mi cine. Y de no hacer otra cosa en la vida que ver una película tras otra, pensé el otro día en mi primera ventana y en todas las ventanas que me voy encontrando en mi vida, que me voy encontrando cuando pongo una película.

Las ventanas en la casa sombría, en blanco y negro, la casa silenciosa y pobre del padre y su hija en El Caballo de Turín, de Béla Tarr, la miseria del mundo que mira hacia dentro, porque fuera solo hay aire, viento que se cuela dentro del pozo de piedra, el pozo de donde sacan el agua para hervir patatas, el único alimento, la casa donde el silencio habla. La ventana de fuera hacia dentro, que no es la ventana de dentro hacia fuera, la ventana vertical oscura que Béla Tarr recrea en El hombre de Londres, donde alguien observa como la tragedia nace en el muelle y se hunde en el agua.

“Me gustaría acordarme de cada una de mis caminatas y de todas las ventanas a la que me he ido asomando”, escribe Muñoz Molina en Ventanas de Manhattan, y es lo que a mí también me gustaría, acordarme de todas las ventanas a las que me he ido asomando, a todas las ventanas del cine. Y se me viene a la memoria otra, la ventana-descubrimiento que se ilumina en la noche y al iluminarse desvela la figura escondida de Harry Lime, de Orson Welles, y Holly Martins lo ve, ve al hombre atropellado que vive. Es El tercer hombre, la película de Carol Reed basada en la novela de Graham Greene.

¡Oh las ventanas en el cine! Fíjense ya siempre en ellas. Sus formas, sus juegos en los planos, sus sombras en la narración. Las ventanas discretas. Las indiscretas, como la de Hitchcock. El voyerismo de Jeff, un fotógrafo en silla de ruedas, que ve imágenes, que ve a Thorwald y sospecha, que lo descubre y rompe su placer de voyeur. “La mirada de Thorwald es la mancha que sobresale de la imagen. Encarna la mirada del otro”, escribe el filósofo Byung-Chul Han, en La expulsión de lo distinto. ¡Oh, qué ventanas!.