No quiero morir, quiero vivir, por eso no la evitoSe acerca la Pascua. Y ya se eleva la cruz de Jesús en el horizonte. Es verdad que no entiendo que Jesús tuviera que morir de esa forma tan cruel para salvarme.
Era innecesario morir en la cruz, abandonado, solo, fracasado, sufriendo. ¿De qué sirvieron tantos milagros y tanto amor derramado por los hombres? ¿Qué sentido tiene ahora tanto dolor absurdo en esa hora oscura del Calvario?
No entiendo el actuar de Dios. No le veo sentido al mal que tanto me abruma. Miro a Jesús que sufre solo en la cruz, víctima del odio de los hombres. Participa del dolor injusto. No permanece ajeno a mi dolor.
A veces quisiera mirar a Jesús sin cruz. Parece más humano. Me gusta verlo predicando, o haciendo milagros. Caminando por la orilla del lago. O perdido en el silencio del monte en oración.
Pero siempre Jesús está en la cruz. Allí descansan sus brazos y su cuerpo herido. Es su trono sagrado aunque a mí me cuesta ver tanto dolor.
En su cruz está el descanso y allí se encuentra su camino de salvación. Es la cruz que beso cada viernes santo. La beso con devoción y con dolor. Allí está su amor crucificado y el mío. En esa cruz fría, de madera.
Beso en ella mi propia cruz. Esa cruz que a mí tanto me pesa. En esa cruz está mi camino de santidad. Es mi cruz bendita. Es la cruz que tengo que amar en esta vida. Es esa cruz de la que a veces reniego.
Maurice Zundel escribe: “Eso significa la cruz, el mal puede tener proporciones divinas. El mal es finalmente el sufrimiento de Dios: en el mal, Dios es el que sufre y por eso el mal es tan terrible. Pero si Dios es el que sufre, en medio del mal se encuentra entonces el amor que no cesará jamás de acompañarnos y de compartir nuestra suerte, y que será herido antes, dentro y por nosotros, como en el Gólgota”[1].
En la cruz de Jesús está el amor de Dios. Igual que en mi cruz está Jesús amándome. En mi sufrimiento.
Detesto el mal que conozco, mi cruz pesada. Y a menudo sufro anticipadamente males posibles que tal vez nunca lleguen a suceder.
Miro a Jesús con su cruz en mi propia cruz. Lo miro en esta Cuaresma. Lo miro camino del Calvario. Beso su angustia y su soledad. Beso mis propias heridas en las suyas.
Veo su cruz elevada en lo alto. Él no se baja de su cruz. Y tampoco se aleja de la mía. Ya no temo.
La serpiente elevada en el desierto me quita todos los males, miedos y venenos: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna”.
Era la serpiente que elevaba Moisés en el desierto para salvar a su pueblo. Al mirarla los israelitas picados por la serpiente sanaban.
Yo he sido picado por el pecado, raíz de mi propia muerte. Estoy herido por dentro. He tocado la amargura de mi debilidad. He sentido la muerte abriéndose paso por mi carne.
No quiero morir, quiero vivir. Por eso miro la cruz. No la evito. En ese madero está mi salvación. Creo en la misericordia de Dios.
Creo en la esperanza después de la caída. En la vida después de la muerte. Miro a Jesús en la cruz. Permanezco al pie de su cruz.
Decía Jean Vanier: “El sufrimiento de Jesús es sentirse abandonado. La burla. La desnudez. ¿Quién estaba al pie de la cruz? María su madre. Juan. María de Magdala. Es importante hacer todo lo posible para que la gente sufra menos. El más grande sufrimiento es estar solo y que nadie se interese por mí. Necesito que alguien esté a mi lado. Esa es María al pie de la cruz”.
La cruz es sinónimo de abandono, de muerte, de desolación, de derrota, de pérdida, de soledad. La cruz no es atractiva. Nadie quiere quedarse acompañando al crucificado. Es algo infame. Es una muerte terrible.
El crucificado se queda solo en su muerte. En la derrota siempre me quedo solo. Jesús tuvo la compañía sólo de algunos.
Hay personas que en su cruz no encuentran a nadie que los acompañe. Han fracasado, han sido heridos. Están solos. Yo quiero aprender a permanecer al pie de la cruz del que sufre.
Deseo que también otros estén al pie de mi cruz. Sosteniendo mi dolor. Igual que Jesús y María están al pie de mi cruz.
Miro a Jesús que se eleva sobre el madero. Como la serpiente elevada en el desierto. Jesús sana así a los enfermos en su pecado. A los enfermos en su soledad. Me sana a mí que estoy enfermo y roto.
Mirar la cruz me salva. No me lo acabo de creer muchas veces y busco a los sanos, a los que no sufren. Prefiero mirar a Jesús perseguido por las masas. Prefiero mirar a los que triunfan.
Pero es falso.
Al final siempre queda la cruz. Siempre hay cruz.
Entender que en el fracaso de la cruz está mi camino me cuesta más verlo. Nunca quiero perder. No quiero que me vaya mal en nada. Me asusta la soledad de los que pierden. Las críticas y los juicios ante el árbol caído.
No se tiene en cuenta el esfuerzo invertido. Sólo se valoran los resultados. Y el fracaso trae consigo el olvido y la muerte.
La cruz de la difamación, de la soledad. Mi cruz me pesa. Pero me pesa menos cuando miro la cruz de Jesús en el Calvario, elevada en lo alto.
Al pie de su cruz está María. Igual que al pie de mi propia cruz. Eso me consuela. Ella permanece fiel a mi lado, en mi cruz. Me da paz. Encuentro así un consuelo.
[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 66m