Durante dos años sufrió torturas y abusos, vio a su hijo ahogado por terroristas, pero mantuvo su mano agarrada a Jesús. Y perdonó a sus torturadores.
A veces salgo con preguntas abstractas y apocalípticas a mi marido: “Si nos pidieran dar testimonio de nuestra fe en medio de torturas como a los primeros cristianos, ¿seríamos capaces?”. Él me responde trayéndome a la realidad, a no olvidar las circunstancias cotidianas de nuestro pan y en el cual sin demasiados sofismas también los testimonios minúsculos hacen la diferencia.
Nuestros días son grises, aburridos y también estresantes; caminamos y nos atareamos escondidos en una masa de gente vestida igual y con la cabeza baja con el celular. Este es nuestro lugar, aquí se nos pide desgarrar el velo del nihilismo recíproco y llevar la buena noticia.
Nigeria está a años luz de aquí, oímos hablar de ella como si fueran historias de otro planeta, un lugar en la tierra y, sin embargo, otro mundo. Ahí las mujeres se visten con vestidos brillantes con estampados excesivos, como si fueran a un baile de debutantes sin fin. He leído que tienen un temperamento fuerte y obstinado, que son personas a las que les gusta discutir descaradamente y con terquedad persistente; pero luego se calman rápidamente. La única pizca de vida que me llega de ese país, son las chicas que están en el Adriático por la noche, esclavas de nuestro consumismo sexual.
Las miro siempre y veo en su comportamiento esa fiereza descarada de las leonesas enjauladas; en comparación, me siento un maniquí hecho de plastilina.
Nigeria está a años luz y lo que oímos en los noticieros, quizá lo escuchamos, nos produce el mismo efecto de los números de la quiniela. Por ejemplo, la UNICEF ha informado, de manera alarmante, de los atentados suicidas a manos de niños: en los primeros tres meses del 2017 se verificaron 27, mientras que en todo el año anterior habían sido 30. Ambos datos estremecen, a nosotros habituados a rasgarnos las vestiduras (justamente) por los casos de crímenes que involucran aunque sea a un solo niño.
Por una vez, Nigeria ha colmado la distancia abismal de nosotros, y nos aparece con el rostro de Rebecca Bitrus que el pasado 24 de febrero fue recibida en audiencia por el Papa junto a los familiares de Asia Bibi con ocasión de la iniciativa Ayuda la Iglesia Necesitada. El Coliseo se visitó de rojo para recordar la sangre de los mártires cristianos de nuestros días y ella, Rebecca, narró su historia contando las atrocidades de su tragedia, a la que ha querido darle un sello de luz. Pueden quitarnos todo, pero la libertad de cada pequeña criatura no disminuye, porque está protegida por las manos de Dios y no del hombre, y pueden machacar armas, romper los escudos del odio, soportar lo insoportable; esperamos que puedan descoser la vista de nuestros ojos, a menudo cerrados a la autocompasión.
En una larga entrevista a La Stampa, Rebecca no temió revivir paso a paso la pesadilla que empezó el 28 de agosto de 2014; tenía 28 años, casada y madre de Zacarías y Jonatan. Sacrificio es la palabra que inmediatamente se queda grabada de la historia: los terroristas de Boko Haram atacaron la comunidad donde vivía; ella obligó al marido a huir para que no fuese obligado a volverse soldado, lo incita con la frase “Deja al niño y escapa, puedo cuidarlo yo, soy una mujer”.
Quedó atrás con el hijo más pequeño y por eso fue secuestrada. ‘Soy una mujer’ – ‘cuidarlo’: aquí está el primer color cegador para nuestros ojos entumecidos; el cuidado materno y femenino, tan despreciado por las feministas locales, es una batalla no un acto de sumisión. La mujer que cuida de su familia arriesga su vida, incluso en las tranquilas casas de Occidente: corre el riesgo de arrancar un pedazo de tierra a la negligencia de la ley bárbara de la prisa, del progreso a toda costa, del arribismo y cultiva huertos de acogida.
Con el secuestro empieza una agonía de dos años, llena de abusos y torturas (permaneció incluso encerrada en una jaula bajo tierra sin agua durante tres días). Los terroristas le pidieron a Rebecca que se convirtiera al Islam, ella no soltó la mano de Jesús. No la dejó ni siquiera cuando, un día y una hora que permanecerán impresos como lava ardiente en su corazón de madre, le mataron a su pequeño Jonatan frente a sus ojos ahogándolo. ¿Existe un negro tan oscuro y opaco para describir este abismo de mal?
Pero el infierno tiene que ver con eso, no ganará. La mano de Rebecca permaneció con Jesús y se volvió esa sangrante en la cruz. De uno de los muchos abusos, nació un hijo a quién le puso el nombre de Cristoph. Cuando finalmente logró escapar, quiso abandonarlo pero luego se dio cuenta que no era capaz.La oscuridad fue vencida desde este momento en adelante; el diablo quiso separar, Rebecca no se separó de ese niño, concebido en la violencia y, sin embargo, portador de Cristo de una manera totalmente suya. ¿De qué le hablará Jesús todas las veces que Rebecca mire a la cara a su hijo cada día de su vida?
Quizá de la misma medida conmovedora con que Dios le respondió a Job puesto a prueba hasta el extremo: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? ¿Sobre qué están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios?”.
Siempre me ha impresionado que frente a un hombre que sufre hasta la desesperación Dios se pusiera a hablar de las estrellas que cantan. En el fondo, sin embargo, es tarea del comandante supremo ondear la bandera del país de pertenencia: nosotros pertenecemos al pueblo de la estrellas que cantan, de la Luz que desciende sobre la tinieblas y vence a la muerte.¿Qué color luminoso daremos al perdón? Estas son las últimas palabras del testimonio de Rebecca Bitrus frente al Papa: “Estoy muy contenta, si tuviera que morir ahora lo haría habiendo alcanzado la máxima felicidad. Todo el sufrimiento lo he dejado atrás, he perdonado y soy feliz de haber encontrado al Papa. Es la alegría más grande para mí”.