Aquelarres, mujeres que vuelan, ungüentos mágicos y prácticas sexuales con machos cabríos, adoración demoniaca y vampirismo... cualquier inquisidor se frotaría las manos ante semejantes acusaciones. Si hablamos de la supuestamente más sanguinaria de todas las Inquisiciones del mundo, la española, cabría esperar que los anales de historia estuvieran llenos de miles de mujeres quemadas en las hogueras de Toledo, Valladolid o Huesca.
Pero la historia tiene sus ironías, y esta es una de ellas.
Probablemente el caso de "caza de brujas" más sonado de la historia de España fue el de Zugarramurdi, una aldea vasco-navarra cercana a la frontera con Francia, en el que en un solemne Auto de Fe de la Inquisición, el 7 de noviembre de 1610, seis personas fueron quemadas vivas acusadas de brujería, y unas veinte personas fueron "reconciliadas" tras haber confesado sus culpas.
Lo que pocos saben es que, apenas un año después, la misma Inquisición ordenó revisar el proceso, y después de una cuidadosa investigación, se reconoció que el auto de fe había sido un error, y se pidió perdón a las víctimas. ¿No resulta curioso que la "terrible y sanguinaria" Inquisición española hiciera semejante "mea culpa"?
Dos célebres antropólogos españoles, Julio Caro Baroja y Carmelo Lisón Tolosana, estudiaron a fondo la brujería española en general y el caso de las brujas de Zugarramurdi en particular, y llegaron a la conclusión de que la Inquisición española, para tantos convertida en "símbolo del terror y de la maldad sin límites", se tomaba generalmente muy poco en serio las acusaciones de brujería, y fue gracias a este caso.
Pero mejor hablemos de los hechos:
En 1608, una criada francesa llegó a Zugarramurdi desde Labort, una aldea del otro lado de la frontera, donde la Inquisición francesa había llevado a cabo una célebre "caza de brujas" años antes, mandando a la hoguera a 80 mujeres. Esta muchacha, deseosa de notoriedad, denunció a una de las vecinas del pueblo, la cual acabó "confesando" después de muchas presiones y denunciando a otras mujeres. Pero la cosa no parecía grave: sencillamente, los presuntos culpables confesaron un domingo en la parroquia sus supuestas fechorías, y el pueblo entero les perdonó.
La complicación surgió cuando el caso llegó a oídos del tribunal de la Inquisición de Logroño, donde dos de sus inquisidores, obsesionados con la brujería, hicieron encarcelar a cuatro mujeres del pueblo hasta que "confesaran" y denunciaran a sus cómplices. Al final, las denuncias afectaron a unas trescientas personas, de las que fueron procesadas como "graves" unas 40.
Y aquí comenzó un proceso plagado de irregularidades, pues luego se demostró que muchas de las personas que admitieron haber practicado la brujería, lo hicieron para que les dejaran volver a sus casas, y también que algunos de los testimonios exculpatorios no fueron tenidos en cuenta entre otras cosas porque hablaban en el idioma local, el euskera. Había mujeres que se autoinculpaban de actos horrendos "porque se lo habían oido al vicario", pero que en realidad no sabían muy bien de qué estaban hablando.
El mismo obispo de Pamplona visitó el lugar y llegó a la conclusión de que allí no había brujería de ningún tipo, sino sólo mucha superstición y miedo por lo que se había sabido del juicio de Labort, además de rencillas entre familias y ajustes de cuentas.
El Tribunal Supremo de la Inquisición recomendó al de Logroño que "comprobase fehacientemente" las acusaciones, cosa que los inquisidores locales, obsesionados con la brujería, no hicieron. Así que, al final del proceso, desde el Consejo de la Suprema Inquisición se envió a un representante, Alonso de Salazar, para que formara parte del tribunal.
Alarmado por las irregularidades que detectó, Salazar se negó a firmar algunas de las sentencias de muerte, aunque no pudo evitarlas. Así que, comisionado por el Consejo, se dedicó a investigar a posteriori lo sucedido, para probar por su cuenta las acusaciones. En 1613, después de meses de trabajo, emitió un informe demoledor, en el que decía que las acusaciones eran "ridículas", y en el que denunciaba los métodos de coacción y amenaza utilizados por sus colegas.
El inquisidor general, por su cuenta, encargó otro informe sobre lo sucedido en Zugarramurdi al más célebre humanista de entonces, Pedro de Valencia, el cual tampoco halló caso de brujería, sino más bien "enfermedad mental" y bastante ignorancia.
En agosto de 1614, el Consejo Supremo de la Inquisición dictó un veredicto, basándose en el informe de Salazar, que sentó jurisprudencia para tratar los casos de brujería. También se intentó reparar a las víctimas, prohibiendo exponer los sambenitos en las iglesias y evitando que las familias de los procesados quedaran marcadas, como era costumbre cuando alguien era condenado por herejía.
Así se comprende por qué cuando en 1621 las Juntas de Guipúzcoa apelaron a la Inquisición de Logroño para que acabara con otra supuesta plaga de brujas en Azpeitia, el tribunal, escaldado, respondiera con evasivas y recomendara a las autoridades que "comprobasen bien" las acusaciones. Lo mismo sucedió con otros casos en Fuenterrabía y en Vizcaya. Al final, ante la falta de cooperación de los inquisidores, los alcaldes desistían y tomaban sus propias medidas.
Desde entonces, asegura Carmelo Lisón, la brujería satánica "desapareció" de España, y esto explica por qué, mientras en el resto de Europa, entre 1540 y 1700 se habla de 60.000 ejecuciones de supuestas brujas en la hoguera, en España hubo sólo 59. Y estas cifras proceden de una investigación realizada por 29 especialistas durante 4 años, sobre 125.000 procesos inquisitoriales.
El informe de Salazar, de hecho, fue un adelantado a su tiempo y poco conocido. Sería otro pensador e investigador católico, el jesuita Fiedrich von Spee, quien dos décadas más tarde, con su Cautio Criminalis, cuestionaría los abusos cometidos contra los acusados de brujería, logrando así abolir las quemas de brujas en la ciudad de Maguncia, y pasando a la historia como un héroe de los derechos humanos.