La muerte por hambre de cientos de niños indígenas motivó a nueve jóvenes colombianos a trabajar por comunidades desprotegidas durante muchos añosEn diciembre de 2016 el periodista Armando Martínez decidió darle un vuelco a su vida al enterarse que durante ese año más de un centenar de niños indígenas habían muerto por desnutrición en La Guajira, un departamento al extremo norte de Colombia, en la frontera con Venezuela.
Consciente de que no bastaba con criticar al Gobierno y quejarse de la corrupción, Martínez pensó que él podía ayudar a muchas familias que viven en la pobreza extrema, en precarias condiciones de salud, sin agua potable ni energía eléctrica y con escasa educación. “Ese año fue muy bueno para nuestra familia, pero muy duro para mi país porque la gente seguía muriendo de hambre. Por eso, me propuse retribuir tantas bendiciones ayudando con generosidad a los más pobres y necesitados, tal como lo pide con insistencia el papa Francisco”, explicó Martínez a Aleteia.
A los pocos días llamó a familiares y amigos para que donaran dinero y trabajo en una causa que parecía imposible: llevarles alimentos a veinte familias de la etnia wayuú que viven en una zona rural de Uribia. La primera en acoger su idea fue su novia, María Lucía Benítez, que también se puso en la tarea de involucrar a otros jóvenes profesionales en una campaña a largo plazo, enfocada en lograr “que ningún niño más muera de hambre en La Guajira”.
A mediados del 2017, Armando y María Lucía ―ya convertidos en esposos― viajaron desde Bogotá con siete amigos hasta esa zona desértica del Caribe para entregarle al padre Nicolás Giraldo, párroco de Uribia, las primeras ayudas. Se trataba de alimentos básicos para cerca de 160 personas, entre ellos, niños en edad escolar que muchas veces se acuestan sin haber probado un pan. Ese mismo año les llevaron regalos de Navidad a chicos que nunca habían tenido una bicicleta, un balón, una muñeca, un carrito, un pantalón, un vestido nuevo o unos zapatos decentes.
Un problema en aumento
Las dramáticas cifras de la desnutrición en una región donde casi la mitad de la población es indígena, son noticia permanente en los medios de comunicación colombianos. En efecto, 244 menores de La Guajira murieron de hambre entre 2012 y 2016, es decir, unos 49 niños en promedio cada año.
Aunque el Gobierno ha invertido altas sumas de dinero en programas destinados a disminuir la mortalidad infantil asociada a la desnutrición y disminuir la pobreza, la crisis sigue creciendo y cada día se reportan nuevos casos, especialmente de menores de cinco años y mujeres embarazadas.
Según Carlos Negret Mosquera, responsable de la Defensoría del Pueblo ―entidad que protege los derechos humanos en Colombia―, las estadísticas “son catastróficas y demuestran que aún no se logra garantizar el derecho a la vida y a la salud en condiciones plenas”. Para este funcionario, pese a las acciones gubernamentales, la crisis tiende a agravarse porque durante los tres primeros meses de 2018 se han reportado 16 decesos, lo que significaría que a lo largo del año el hambre podría matar a 64 niños más.
Nuevos retos
Esta tragedia humana que según expertos se debe al olvido estatal, la corrupción política, el entorno cultural de los wayuú y la complejidad de la zona fronteriza con Venezuela, fue la que motivó a Armando, María Lucía y sus amigos a crear el Proyecto Guajira.
Se trata de una fundación sin ánimo de lucro que pretende mejorar la calidad de vida de los indígenas a partir de programas generadores de ingresos, planes educativos de calidad para los niños y asistencia en salud y alimentación.
Una de sus acciones en marcha es la venta en Estados Unidos de las coloridas mochilas de lana y maguey tejidas a mano por mujeres de la comunidad. Según Armando, “con cada una de esas mochilas que vendemos a 30 dólares, garantizamos la comida a ocho personas durante una semana, es decir, a toda una familia”.
Además, está proyectado un plan de turismo social para que colombianos y extranjeros, simultáneamente, trabajen con los indígenas y conozcan las dunas del ardiente desierto de la Alta Guajira, las blancas playas de Punta Gallinas y el Santuario de Flora y Fauna donde se pueden avistar exóticos flamencos.
El padre Giraldo sabe que todavía falta mucho para que las tres rancherías [conjunto de ranchos] donde trabaja Proyecto Guajira, superen su condición de pobreza. No obstante, cree que los cinco hombres y las cuatro mujeres que durante varios días abandonan las grandes ciudades para servir a colombianos marginados, son un ejemplo para el mundo porque hacen realidad las palabras del apóstol Pablo: “Hay más alegría en dar que en recibir”.