Entre los más prestigiosos de la red diplomática, la Embajada de Francia ante la Santa Sede ha existido durante casi medio milenio. Para ser representada al Soberano Pontífice, la “hija mayor de la Iglesia” a menudo ha convocado a sus diplomáticos entre los más reconocidos.La función de embajador, esa persona que encarna a un Estado en el extranjero, existe desde la Antigüedad. Sin embargo, los países europeos no adquirieron el hábito de instaurar misiones permanentes hasta el siglo XVI aproximadamente. Fue entonces cuando los reyes de Francia decidieron designar a su representante ante el Papa, que entonces era no solo líder espiritual, sino también soberano temporal de los vastos Estados Pontificios.
Desde el principio, la representación ante el Soberano Pontífice tuvo una prestigiosa reputación. Durante el Antiguo Régimen, prelados de alto rango –entre ellos numerosos cardenales– y miembros de la alta nobleza francesa desempeñaron a menudo esta función. Apellidos como D’Armagnac, D’Estrées, D’Harcourt, Polignac o también La Trémouille formaron parte de la larga lista de embajadores en Roma.
En 1531, François de Dinteville, obispo de Auxerre, fue el primer embajador auténtico de Francia ante la Corte Pontificia en Roma. Fue enviado por el rey Francisco I de Francia para negociar un matrimonio real: el de Enrique, príncipe de Francia y futuro Enrique II, con Catarina de Médici, sobrina del papa Clemente VII (1523-1534). Dos años más tarde se celebró el enlace entre el futuro rey y la riquísima florentina, también sobrina de León X (1513-1521).
¿Un candidato hugonote?
Las relaciones diplomáticas no siempre han sido tan felices. En torno a 1560, la corte francesa decidió nombrar embajador a un tal André Guillart. Desgraciadamente, había rumores públicos de que su familia se había unido al calvinismo. Para el nuncio en Francia, el padre de André Guillart era “hugonotto aperto” –abiertamente hugonote, es decir, seguidor de la doctrina de Calvino en Francia–. Por su parte, su tío, obispo de Chartres, fue destituido por herejía en 1566. No obstante, el sutil juego de su predecesor en Roma –el cardenal De la Bourdaisière– le permitió, in fine, llegar a la ciudad eterna para cumplir su misión.
En 1635, mientras Urbano VIII (1623-1644) ocupaba el trono de Pedro, el rey Luis XIII decidió que su representante en Roma fuera un tal cardenal Richelieu. No obstante, no se trataba de su célebre asesor, sino del propio hermano de este. Además, era uno de los más “eclesiásticos” de Francia, pues era arzobispo de Lyon y, por ello, primado de las Galias.
En 1636, el cardenal Richelieu fue reemplazado por el duque de Estrées, hermano de la conocida amante de Enrique IV de Francia, Gabrielle de Estrées. Unas décadas más tarde, su hijo, también duque de Estrées, ocupará, de la misma manera, el cargo en la Embajada romana.
Como su representante ante el sucesor de Pedro, Luis XIV eligió en 1700 nada menos que a un príncipe soberano: Luis I Grimaldi, príncipe de Mónaco. Sin embargo, murió solo unos meses después de su llegada al palacio Farnesio, por aquel entonces sede de la representación francesa. Este mismo palacio alberga en la actualidad la Embajada de Francia ante la República Italiana.
El derecho de veto papal
Al cardenal de Bernis, libertino y vividor, le gustaban los placeres de la vida romana a la que llegó en 1774 como embajador. Su nombramiento se debió a su papel durante el cónclave de 1769: los reyes de Francia, de España y de Portugal querían un pontífice que les apoyara en la supresión de la Compañía de Jesús. En 23 ocasiones, estos países utilizaron su derecho de veto papal o ius exclusivæ –un auténtico veto a un candidato al pontificado, estrictamente prohibido en la actualidad–.
Le gustó tanto la ciudad eterna al cardenal de Bernis que todavía seguía allí en 1789, durante la Revolución francesa. Al negarse a prestar juramento ante la Constitución civil del clero –además, presionó al Papa para que la condenara–, se vio despojado de sus bienes. Pese a todo, permaneció en Roma sin cargo oficial y llevó una vida de converso hasta su muerte en 1794.
Nuevo régimen, nuevos representantes: en 1797, el general Napoleón Bonaparte, hombre fuerte de las campañas italianas, hizo que designaran a su hermano Jerónimo para el cargo en Roma. El paso del futuro rey de Westfalia por este puesto fue breve, ya que lo abandonó al final de ese mismo año ante las agitaciones que estaban surgiendo en la ciudad.
La Villa Bonaparte, sede de la Embajada de Francia ante la Santa Sede.
Escritores célebres
Unos años más tarde, en 1803, fue el primer secretario de la Embajada quien no se quedó más que algunos meses: François-René de Chateaubriand. Al defender ante el Papa la abolición del Concordato para restablecer plenamente el culto católico en Francia, exasperó al embajador, que consiguió hacerle cambiar de puesto con rapidez.
No obstante, el paso por Roma de Chateaubriand estuvo marcado por el fallecimiento de su amante Pauline de Beaumont; en su honor mandó construir un monumento en la iglesia de San Luis de los Franceses. En 1828, volvió brevemente como embajador ante el Papa.
A continuación se sucedieron los embajadores –entre los cuales se encontraba, en 1896, Eugène Poubelle, exprefecto de la región del Sena, que aportó su apellido a su invento higiénico [Implantó el uso obligatorio de los cubos de basura en París, denominados poubelle en francés, ndlr.]– hasta 1904. Ese año se rompieron las relaciones diplomáticas en un contexto marcado por un intenso anticlericalismo en Francia y por la aprobación de la ley francesa de separación de las Iglesias y el Estado en 1905. No se restablecieron las relaciones hasta 1921.
En plena Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1940, el conde Wladimir d’Ormesson fue nombrado embajador de la representación francesa ante el papa Pío XII. Hostil al régimen de Vichy, abandonó su puesto en octubre del mismo año. En 1948, fue acreditado de nuevo ante Pío XII para una misión de ocho años. En la Villa Bonaparte, desde entonces sede de la Embajada de Francia, acogió a su sobrino, el futuro célebre escritor y periodista Jean d’Ormesson.
Entre las dos estancias del conde d’Ormesson, el filósofo Jacques Maritain, entre otros, ocupó la embajada entre 1945 y 1948. Maritain aprovechó para entablar amistad con el sustituto de la Secretaría de Estado de la Santa Sede, Mons. Giovanni Battista Montini. Esta amistad perduraría en el tiempo, incluso cuando el prelado resultó elegido Papa en 1963 con el nombre de Pablo VI.
Un puesto vacante
Más recientemente, la historia de los embajadores de Francia ante la Santa Sede estuvo marcada en 2007 por el fallecimiento de Bernard Kessedjian, aún en el ejercicio de sus funciones. Su muerte tuvo lugar el 19 de diciembre, en vísperas de la primera visita en El Vaticano del presidente Nicolas Sarkozy.
A continuación, el puesto permanecería vacante durante varios meses. Aunque nunca hubo ninguna explicación oficial, la causa de este atraso se encontraba en el rechazo por parte de El Vaticano de un candidato abiertamente homosexual. Esta situación se repitió entre marzo de 2015 y mayo de 2016, tras la salida de Bruno Joubert.
Finalmente, la elección de Philippe Zeller, diplomático de carrera, puso fin a la desavenencia diplomática. Este abandonó la Villa Bonaparte a comienzos del mes de julio, abriendo el camino a un nuevo nombramiento. Entre los nombres que circulan por la prensa figura, entre otros, el de François Sureau, abogado católico cercano al actual presidente Emmanuel Macron. Sea cual sea el nombre, el anuncio no será oficial hasta haber recibido la aprobación de El Vaticano.