Esa mirada de los hombres, tan cambiante, no me da la autoestima que necesito para amar bien a mi prójimoValgo mucho a los ojos de Dios. Mucho más de lo que pienso que valgo. Pero a menudo vivo mendigando amor y reconocimiento. Sabiendo que todo en esta vida es tan fugaz. Hoy me alaban y elogian. Mañana me olvidan o condenan. Fugaz es la fama y el halago. Tan fugaz como el desprecio y el reproche.
Sólo yo conozco la verdad de mi alma. Sólo yo sé de verdad quién soy. Dios y yo.
Es verdad que a veces me asusto al ver mi pobreza y mi fragilidad. ¿Quién da valor a mi vida, a mis pasos, a mi alma? ¿Quién soy yo a los ojos de los hombres? ¿Quién soy a los ojos de Dios?
Juzgo y condeno muchos de mis actos y omisiones. Critico mis palabras. Me asustan mis pecados. ¿Dónde está el valor que el mundo no me otorga? Me siento tan frágil a los ojos de los hombres.
Pero sé que sus miradas hoy me dicen una cosa y mañana otra. ¿Quién conoce de verdad lo que oculto en los pliegues de mi corazón?
La mirada de Jesús es la única que llega a lo hondo de mi alma traspasando todas las murallas que he construido para hacerme fuerte. Mi autoestima a veces decrece cuando busco que el mundo me reafirme y muestre todo lo que valgo.
Leía el otro día:
La autoestima puede considerarse como una valoración positiva de sí mismo, una sensación de autoaceptación, de ‘valer’ de alguna manera, de constatar en uno mismo una cierta bondad y capacidad de fondo; todo ello unido al conocimiento realista de los propios límites y dificultades, que no desmienten la valoración positiva. Una autoestima excesiva puede convertirse en una forma de encubrir las propias fragilidades.
Una autoestima sana me habla de ser capaz de aceptar mis dones y talentos tanto como mis debilidades y fragilidades. Me acepto como soy. Y no pretendo buscar en el juicio de los hombres mi paz.
Contaba el P. Kentenich su experiencia:
Los conocimientos y vivencias cosechados en los años de prisión fueron útiles para aumentar la independencia ante el favor y el juicio humanos, y acrecentar la dependencia de Dios y de la valoración que hace Dios.
Quisiera ser más libre ante el juicio de los demás. Ante sus críticas, expectativas y pretensiones. Libre para aceptarlo todo con alegría. Tanto el halago como la condena. Valen lo mismo una alabanza y una crítica. No puede ser que una opinión sobre mí provoque un sentimiento de tristeza en mi corazón.
Miro a Jesús que puede hacerme de nuevo. Puede salvarme de mis fragilidades. Puede llamarme estando yo tan herido. Me sé reconocido y valorado en mi verdad delante de Él. Su mirada me levanta.
Los hombres por lo general tienen una visión parcial de mi vida. Depende de lo que esperan de mí. Sus expectativas hacen que me desprecien o agradezcan. Esperan que dé la talla y esté a la altura.
Quiero mirarme en Jesús. Para poder caminar en medio de mis caminos. Sólo dependo del juicio de Jesús. Ese juicio es el que de verdad me importa. Su mirada de amor. Su comprensión. Él acepta mis debilidades y se alegra con mis dones y talentos.
Hoy escucho:
Decid a los cobardes de corazón: – Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará.
Viene a salvarme en medio de mis caminos. En medio de mis dudas y miedos. Viene a levantarme para que confíe y siga creciendo.
Quiere que sea fuerte y no tema. Que no tema el juicio del mundo. Que no espere caer bien a todos y siempre. No puedo vivir esperando recibir halagos de todos y por todo lo que hago. No funciona así. El mundo no es así. Abundan más las condenas que los halagos. Y más las críticas que los reconocimientos.
Quiero mirar a los ojos a Jesús en este día. Él sabe cómo soy y me mira conmovido. Conoce mis entrañas. Sabe de dónde vengo y a dónde voy. Ha visto mi virtud y mi pecado. Conoce muy bien hasta dónde puedo llegar y me regala un futuro lleno de posibilidades.
Quiero mirar a Jesús en este día. En Él me veo y descubro aquello para lo que he sido creado. No fundo mi autoestima en el eco que tienen todas mis obras. Hay mucho egoísmo a mi alrededor.
En una película escuchaba: Creo que soy un espejo. Todo el que se acerca a mí lo hace para mirarse a sí mismo. Me llamó la atención la frase. Puede ser que muchos se acerquen a mí buscando su bienestar, su satisfacción personal, su paz, su sanación. Puede ser que busquen sólo en mí lo que a ellos les es útil. No les importa tanto mi vida y lo que a mí me ocupa y preocupa.
La mirada que me salva es la de Jesús. Él no me mira esperando de mí determinadas acciones. Me quiere no por todo lo que yo pueda darle. No me quiere por mi sí fiel en todas mis acciones.
Su mirada es la de un padre lleno de compasión y misericordia. En Él encuentro mi verdadero rostro, mi verdadera misión, mi verdadero nombre. Todo lo demás es pasajero y no importa.
La opinión de los hombres sobre mí suele cambiar de la noche a la mañana. Siempre es así. Unas veces me alaban. En otras ocasiones se detienen en mi debilidad, en mis tentaciones más comunes, en la pobreza de mi alma.
Esa mirada de los hombres, tan cambiante, no me da la autoestima que necesito para amar bien a mi prójimo. Sin ese reconocimiento de Dios, no soy nada.