La verdadera independencia en nuestra relación con los demás no procede de la frialdad o el distanciamiento que producen los complejos, sino de la libertad interior y de la capacidad de amar de modo desprendido.Provengo de una familia con severas disfunciones que en mí se tradujeron en heridas que quizá me acompañen, de una u otra forma, toda la vida, pero que finalmente no han sido un obstáculo insalvable para formar una feliz familia, contar con un buen trabajo y muy buenos amigos.
Recuerdo que ya desde mi adolescencia fui muy sensible a las acciones y comentarios, lo mismo de conocidos que de desconocidos. Me era muy difícil sustraerme al miedo, al rechazo o a las burlas. Cualquier broma o crítica me quitaba el sueño y era capaz de recordarlas durante años, como si acabaran de suceder.
Tenía una imaginación siempre a la defensiva, por lo que analizaba cada mirada, cada palabra y cada gesto de la gente a mi alrededor buscando segundas intenciones de las que protegerme. Tenía por ello un espíritu crítico, que lo mismo me llevaba la murmuración que a emitir dolosos juicios, sin importarme dañar la fama de alguien a quien guardara un resentimiento.
No asimilaba que quienes creía que me habían agraviado no recordaran lo que sucedió y me trataran como si nada hubiera pasado, dispuestos a reanudar nuestra amistad. El menor defecto de un amigo lo tomaba como un ataque personal e inmediatamente reaccionaba, actualizando en mi interior las deudas que consideraba habían quedado sin saldar.
Y los apartaba rotundamente de mi vida.
Esta manera de comportarme me impidió un sano equilibrio en mis relaciones con los demás incluyendo al sexo opuesto. Y comencé a tomar el camino incorrecto. Para resolver mis conflictos interiores, pensaba que debía tener un absoluto desinterés por lo ajeno. Así es cómo me convertí en un ser frío, racional e indiferente.
Confundí una sana independencia con una patológica indiferencia, que entre otras cosas trasladé a dos fallidas relaciones de noviazgo, lo que empezó a traerme complicaciones en mi salud mental ya que llegué a tener altos niveles de ansiedad.
Me refugié en la sola comunicación a través de las redes sociales en las que me podía representar con una falsa personalidad, y para colmo comencé a tener problemas con el alcohol. Era un perfecto infeliz que se enfrentaba a la dura posibilidad de terminar en un amargado solterón.
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Un buen día de decidí a hablar y pedí ayuda profesional. La comencé a recibir desde el plano del poder superarme en dos importantes aspectos estrechamente relacionados con mi inmadurez.
Primero: Aprender a desarrollar una humilde autoestima para superar mis complejos.
La humildad está vinculada a la verdad que se opone al orgullo, así que debía aprender a valorarme ni por encima ni por debajo de mis condiciones personales, para con una actitud positiva y realista, reconocer y aceptar plenamente mis limitaciones, defectos y cualidades descansando en mí mismo y no en la opinión ajena. Aprendí así a calibrar mi valía personal, y al hacerlo gané autenticidad y una sana relación conmigo mismo.
Gracias a ello gradualmente adquirí seguridad para a socializar con personas positivas, descubriendo que podía ser y sentirme apreciado, así como evadir el trato con personalidades toxicas, de ser necesario.
Me quedó claro que muchos complejos y graves problemas psicológicos, se resolverían en las personas si comprendieran que la valía personal y el aprecio sincero de los demás, no depende de si se es agraciado o no en tantas cosas de nuestra humanidad, sino de la sencillez con que nos esforzamos por adquirir virtudes.
Y que los complejos sanan en mucho, cuando se tiene seguridad de acceder al auténtico amor, que lo colma todo.
Segundo: Aprender a amar sin temor a comprometer la autoestima.
La verdadera independencia en nuestra relación con los demás no procede de la frialdad o el distanciamiento que producen los complejos, sino de la libertad interior y de la capacidad de amar de modo desprendido.
Es decir, no se trata de pasar de los demás, sino de abrir nuestro corazón sin temor a crear una dependencia afectiva tal, que nuestro auto valoración dependa de la estima de los demás, aun cuando se trate del amor de nuestra vida.
Es por ello que en una sana relación amorosa se puede decir: “Me importa mucho lo que tu pienses de mí, pero no dependo de ello para poder amarte”
Lucho aun contra mi susceptibilidad como una secuela muy arraigada, pero lo hago consciente y bajo el principio moral de que, no es lo mismo que sobrevengan sentimientos y pensamientos, que consentir en ellos.
Y lo voy convirtiendo en un hábito que me da paz y preserva mi autoestima.
Por Orfa Astorga de Lira.
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