Se trata de hacerlo todo por amor, pero ¿eso cómo se logra?Hay muchas preguntas dentro de mi corazón. Preguntas que tienen que ver con esta vida. Con mis miedos y mis deseos. Con mis sueños y mis expectativas. Preguntas importantes. Espero tal vez respuestas que lo cambien todo.
Hoy acojo en mi alma una pregunta que le hicieron a Jesús: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Es la pregunta importante.
Por el camino se van quedando las preguntas que tienen que ver con el hoy, con mi vida cotidiana. ¿Qué hacer para ser feliz ahora? ¿Cómo hacer felices a las personas a las que amo hoy? ¿Qué me falta para que mi alma esté llena?
Son preguntas de la vida. Viven en el presente y despiertan mis sentidos al hoy, sin pensar en el mañana.
Pero aun así esta pregunta de la eternidad sobrevuela mi vida. Es como una pregunta abierta.
Quiero la vida eterna y plena junto a Jesús. Esa vida para siempre en la que poder amar y ser amado. En plenitud, sin sombra de pecado.
Esa vida en la que mis amores serán todos correspondidos. Y nunca necesitaré nada que no tenga. Esa vida eterna y feliz que no sé bien cómo se dibujará ante mis ojos. Pero sueño con esa plenitud que hoy no poseo. Con esas posibilidades que hoy se me escapan.
A veces, al escuchar esta pregunta en labios del joven rico, me parece que busca recetas. Algo así como una hoja de ruta para llegar a buen puerto. Un cumplimiento exacto y pulcro de todos los preceptos de la ley de Dios.
Y me angustia el sólo hecho de preguntarme algo así, o de que alguien me lo pregunte. Tal vez tengo que repetirme más veces la antífona del salmo para no olvidarme del rostro de ese Dios al que busco y amo: “Sácianos de tu misericordia, Señor”.
Saberme amado por Dios me da la paz que necesito para el camino. Su misericordia colma todos mis anhelos. Y cubre con su manto los pliegues de mi corazón herido. Para que no sufra, para que no me hunda.
Veo entonces que está mal formulada la pregunta. ¿Qué tengo que hacer? Es casi como si quisiera saber exactamente qué pasos he de dar para llegar al cielo. Como si la vida fuera una ciencia exacta.
Tantas veces he visto a personas obsesionadas con el cumplimiento. No para vivir felices hoy, sino para heredar la vida eterna. Buscan recetas, un plan exacto que seguir y cumplir.
Comentaba el padre José Kentenich: “Hay quienes parecen tener como única tarea de su vida cumplir normas todo el día. Esa observancia tiene ciertamente un sentido profundo, pero sólo colocada en contexto. Existe algo más que la mera justicia que se limita a decir: – ¡Está prescrito! Que todo tenga como trasfondo la motivación central del amor. El amor ayudará a cumplir por amor cada una de las prescripciones a cumplir”[1].
Encuentro entonces la clave para el cumplimiento: el amor. No se trata de hacer las cosas sino de hacerlas por amor. De ahí se deriva todo.
No cumplir por cumplir. No consiste en permanecer puro en la línea que divide al virtuoso del pecador. Es otra la respuesta.
Se trata de que de mi amor surja todo lo demás. Que cuando rece sea por amor. Que si me exijo renuncias y sacrificios sea por amor.
Me da miedo que se seque la fuente de mi entrega. Me juzgarán el último día en el amor. No en el cumplimiento exacto de todo.
Lo malo es que el amor no es tan claro en sus exigencias. No son un conjunto de normas expuestas claramente con todas sus excepciones y posibilidades.
El amor es mucho más hondo y verdadero. Tiene horizontes, le faltan límites. ¿Dónde siento que se juega mi amor hoy?
Claro que quiero vivir la vida eterna. Quiero heredarla. Quiero poseer el amor de Dios para siempre. Pero quiero caminar desde mi amor. Desde lo que soy. Desde mi verdad.
¿Qué tengo que hacer? A menudo no tengo clara la respuesta.
Sé distinguir muy bien entre el bien y el mal. Entre aquellas cosas que me hacen crecer como persona y las que me hacen languidecer. Entre lo que me lleva a ser generoso y lo que me vuelve egoísta. En esos momentos no hay duda. No tiemblo. Actúo. Opto por el amor y funciona.
Pero de repente surgen las dudas. Tengo que optar entre un bien y otro bien posible. Dos bienes que chocan en el tiempo y me exigen dar una respuesta clara.
¿Dónde me quiere Dios en ese momento? ¿Qué quiere Dios que haga con mi vida? ¿Tengo que seguir ese camino o el otro? En esos momentos de incertidumbre, tiemblo y dudo. Siento que me entran agobios profundos.
¿Dónde me habla Dios? Es la pregunta más verdadera que surge en el camino. Entre dos bienes posibles. Entre dos caminos de santidad ante mis ojos. ¿Por cuál opto?
No puedo contar con la hoja de ruta. De nada me sirven las recetas que me propongan. En ese momento sólo me queda el corazón que ha de buscar con calma y lucidez el querer de Dios. Ver dónde Dios hará más fecunda mi vida.
Y saber que sea lo que sea aquello por lo que opte, Dios no me dejará en el camino. Él estará conmigo en mis decisiones.
No sé si serán las correctas. No sé si el otro camino hubiera sido el más querido por Dios. Quizás sólo en el cielo lo sabré.
Pero tengo una certeza. Allí, en aquello que he elegido. En el bien por el que he optado. Si lo he buscado con humildad, como un niño abierto al querer de Dios y he visto que iba por ahí. En ese momento de lucidez, tengo que guardar una certeza. Dios me acompaña y bendice cada uno de mis pasos. Esto me da tanta paz.
[1] Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador, Peter Locher, Jonathan Niehaus