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Cómo perseguir un sueño sin frustrarse en el intento

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/10/18
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Descubre tu ideal, no cualquiera, sino el que te encienda, aquel cuya semilla ya está en tu interiorEl ideal brilla muchas veces fuera de mí y me confundo. Veo ideales, talentos que no poseo. Descubro metas que parecen posibles pero me resultan inalcanzables. Vidas que no son la mía y sufro.

Y me amargo pensando que podía haber hecho más. Siempre mi culpa, me lamento. O no hice lo suficiente, o la vida no era tan sencilla. Quizás confundo ideal con realidad.

Pero no es este el ideal del que me habla el padre José Kentenich: No la ocupación por la ciencia abstracta sino el contacto con la vida. Dicho más exactamente el desposorio entre el más acá y el más allá, entre el ideal y la realidad. Fue para mí la solución de todos los problemas y marcó el rumbo de la misión de mi vida”[1].

El Padre Kentenich vivió en su alma esa ruptura entre el ideal y la vida. Entre el sueño inalcanzable y la carne finita y limitada. Entre lo que su alma deseaba y lo que podía llegar a tocar. Todo demasiado lejos, o demasiado cerca.

Para él el ideal está ya en mí. Sólo tengo que descubrirlo. Tengo que ver dónde resuena mi corazón. Dónde vibra. Y entender que por ahí he de caminar.

Por eso no me frustro al pensar en los ideales que anhelo y envidio. Tengo que distinguir bien y ser sincero.

No cualquier ideal. No cualquier meta imposible. Tengo que tener ya en mí la semilla de lo que sueño. Si no es así viviré amargado. Lleno de frustraciones y deseos no logrados.

Tengo siempre la tentación de querer lo que no poseo. Y soñar con lo que no tengo. Leía el otro día: “La otra tentación consiste en negar el mundo de los límites, refugiándose en la fantasía e idealizando los valores, sin tomar en consideración las condiciones efectivas para su realización. Con la entrada en nuestras vidas de la realidad virtual, esta tentación puede ser particularmente solapada e invasora”[2].

La realidad virtual. Lo que quiero ser y no soy. Lo que deseo y no alcanzo. ¡Cuántas vidas frustradas! Pensé que podía. Creí que iba a lograrlo. Soñé con otra vida. Y entonces la tristeza invade el alma.

Creo que el ideal ha de tener resonancia en la verdad de mi corazón. Para eso tengo que conocer mi alma. Saber dónde vivo, cómo soy, cómo camino.

Descubrir mis límites y soñar con mis potencialidades. Lo que puedo llegar a alcanzar si me dejo hacer, si me dejo tocar por Dios. No está tan lejos si me pongo en camino.

El ideal brilla ante mis ojos pero surge desde mi interior. Como una caja de resonancia vibra todo dentro de mí y sé para lo que estoy hecho.

No importa que no sea tan brillante o vistoso como deseaba. La envidia y las comparaciones me hacen tanto daño… Me enferman por dentro y quisiera ser más inteligente, más capaz o saber más de tantas cosas.

Y en medio de mis frustraciones me bloqueo. Se paralizan todas mis fuerzas. Las verdaderas. Lo que de verdad soy. La imagen más real de Jesús en mi alma. No la imagen virtual de mí que me paraliza y congela.

Añade el Padre Kentebich: “Nuestro ideal fue siempre no abandonar la tierra, el suelo, sino afirmarnos en él con ambos pies, pero a la vez arraigarnos con toda nuestra persona, con toda nuestra historia, en el mundo y realidad sobrenaturales”[3].

Mi ideal no me saca del mundo que toco. No me hace evadirme de mi realidad. Soy el que soy en este mundo concreto, en estas circunstancias, con estos límites, con estas posibilidades.

Sueño con que Dios me deje un día abrazar lo que hoy anhelo. Será pleno en el cielo. Aquí, mientras tanto, camino en el fuego de un amor profundo que vive en mí. El ideal de una vida entregada por entero. El ideal que me hace amar mis posibilidades.

Sueño con lo que Dios sueña. Eso es lo que deseo. Soñar con sus sueños para mi vida. Camino en la incertidumbre de aquello que todavía no se desvela.

Pero ya sé muy bien cuáles son las fuerzas que mueven mi alma. Cuáles los anhelos que siempre he sentido.

Vislumbro una vida en la que soy protagonista, sin caer en la pasividad y en los miedos. Puedo desplegar todas mis fuerzas. Con eso sueño.

No me guardo con egoísmo pensando que mi aporte nada vale. Sí, es valioso. Desde mi originalidad yo cambio el mundo. Lo hago mejor si logro ser fiel a mí mismo. Sólo eso. Y es algo tan grande…

 

[1] J. Kentenich, Los años ocultos, Dorothea M. Schlickmann

[2] Giovanni Cucci SJ, La fuerza que nace de la debilidad

[3] J. Kentenich, Conferencias de Sion, 1965

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