Recordar lo que ha pasado me da fuerzas para ser más limpio, para levantar los ojos a María y pedirle a Ella que cambie mi corazón enfermoMirar la verdad me hace libre. Tomarla en mis manos es el camino, aunque me duela. Aceptar el pecado, la caída, el abuso. Aceptar el límite y la miseria. La propia debilidad, la de los otros.
Mirar el pecado a la cara con vergüenza. Con miedo al juicio y a la condena de los hombres. Sentir la humillación.
Aceptar que la vida es como es, no como quisiera yo que hubiera sido. Tocar las heridas inocentes y pedir perdón. Y sufrir con el que sufre, acompañando.
Pedir perdón con la humildad del que ha sido humillado, con vergüenza en el alma. Con el horror dibujado en el recuerdo constante de abusos pasados. En la experiencia de los límites que rompen la vida inocente. El dolor de las debilidades, de las heridas, de la vulnerabilidad.
No quiero hablar tanto de lo que me duele. Pero es necesario. Me angustia oír y saber tantas cosas. La verdad desnuda hiere la inocencia. Ante tantos abusos e injusticias el corazón se rebela.
Como decía el papa Francisco sobre los abusos: “En primer lugar, les quiero pedir perdón por los escándalos que ocurren dentro de la Iglesia, no solo los escándalos de abusos, escándalos de mundanidad, de apego a valores que no son evangélicos, de incoherencia de vida. Ustedes ven eso y dicen: yo me hago ateo. Perdón por escandalizarlos. Siento dolor por esto y pienso en los errores de nosotros, los pastores. No los aparten de Jesucristo, que es la única fuente de felicidad”.
El corazón herido clama por justicia. La tentación de volverme ateo, de alejarme de la Iglesia que hace daño. Duele tanto el abuso...
Sé que el poder me puede llevar al abuso. La humillación me hace libre del poder, me despoja de la imagen, de la fama.
Siento vergüenza por el pecado que existe aunque no lo conozca. ¿Cómo se puede convivir con el mal?
Me gustaría ver la inocencia eterna dibujada en los hombres. La bondad hecha carne siempre. El bien que vence el mal. La pureza de mirada e intenciones. El corazón libre de todo pecado.
Sueño con un mundo sin violencia, sin abusos, sin poder. Un mundo como el reino que Jesús hizo nacer desde dentro del alma.
Y yo me confronto tantas veces con el pecado, con el mal. ¿Qué puedo hacer yo para cambiarlo? Reconocerlo, pedir perdón, humillarme, expiar por el mal causado. Acercarme al débil, al herido.
Sé que el bien que yo hago y la verdad que yo acepto, son agua fresca que calma la sed. El mal que yo evito cuando hago el bien. El pecado que absuelvo. La misericordia de Dios que limpia toda la debilidad del hombre. Y me abraza en medio de mis fragilidades.
Quiero alzar los ojos por encima del barro sobre el que camino. Tener esperanza en medio de la desesperanza es difícil, lo pido.
Es muy duro aceptar la verdad que duele. Quisiera pasar la página y olvidarlo todo. Pero no quiero. No puedo.
Quiero recordar que mi debilidad puede herir al débil, puede matar al inocente. Mi debilidad consentida y encubierta. La mía, la de todos. Mi orgullo, mi soberbia, mi enfermedad. Mi fragilidad convertida en pecado.
Sí. Recordar lo que ha pasado me da fuerzas para ser más limpio, más verdadero, más humano, más niño, más auténtico.
Me da más fuerzas para levantar los ojos a María y pedirle a Ella que cambie mi corazón enfermo y lo haga puro. Que lo haga libre de ataduras. Del deseo de poder. Que me haga capaz de amarla a Ella con todas mis fuerzas.
Me gustaría erradicar el mal de mi corazón y del entorno que toco. Sembrar semillas de esperanza donde hay tanto dolor.
¡Qué difícil recuperar la confianza quebrada! ¿Quién va a creer en mis palabras después del pecado? Hechos son amores que no buenas razones.
Y cuando los hechos no coinciden con mi fe, con mi credo, con mi vida de seguimiento, entonces sobran las palabras y duelen los silencios.
¿Cómo se puede comenzar de nuevo cuando se pierde la esperanza? Me niego a dejar de levantar los brazos en señal de esperanza. No dejo de creer en el poder del vínculo, del amor humano como camino al cielo.
Sé que es imposible para mí, pero no para Dios. Quiero confiar de nuevo. Pido perdón. Acepto la vergüenza. No sé cómo expiar por tanto mal causado. Con mi vida de oración y de entrega. Con mi amor silencioso y sacrificado.
No me puedo quedar callado.
Acepto la verdad entre mis dedos rotos. Humillado. Con la humildad que le pido a Dios como don para emprender de nuevo el camino. Pobre, sin nada. Es tan difícil besar la fragilidad propia y ajena…