La resistencia a pedir perdón es algo humano. Es una de las miserias que hemos de combatir. La pregunta es si estamos dispuestos a hacerlo. Hace unos días, ingresó en prisión en España Rodrigo Rato, político y financiero que había sido presidente de Bankia, vicepresidente económico del Gobierno de España y presidente del Fondo Monetario Internacional. Está condenado a 4 años y medio de prisión por apropiación indebida al probarse que había permitido (a sí mismo y a otras personas) el uso de 12 millones de euros a través de tarjetas de crédito opacas a Hacienda. Tiene 69 años.
Los periodistas que se encontraban apostados a las puertas de la cárcel de Soto del Real se sorprendieron al ver que Rato, momentos antes de ingresar en el centro penitenciario, hacía estas declaraciones: “Pido perdón a la sociedad y a aquellas personas que se hayan sentido decepcionadas o afectadas”. No estamos habituados a que un político pida perdón, de ahí la sorpresa.
En cuestiones de perdón, por mucho que David Bisbal cante ahora “quiero pedirte perdón”, lo cierto es que es el deporte que menos practicamos. Cuando actuamos mal, enseguida hacemos que eso desaparezca de nuestra vista: pasamos a otro tema de conversación, desviamos la atención, cambiamos de ruta, ordenamos que se trabaje en otro asunto… Carpetazo y aquí no ha pasado nada. O eso creemos.
¿Por qué nos cuesta una barbaridad pedir perdón?
- Porque el ser humano no es perfecto, y así como fallamos cuando hacemos algo mal, seguimos fallando cuando no queremos reconocerlo.
- Porque la soberbia nos hace creer que pedir perdón es bajar un peldaño, ser menos, rebajarse.
- Porque la conciencia trata de justificar lo que hicimos mal: “hiciste lo que debías”, “no había otra salida”…
La conciencia es el compañero del alma, que nos orienta. Pero no siempre tiene bien puesto el GPS. Con cada decisión nuestra, hacemos que nuestra conciencia se oriente mejor hacia el bien o, por el contrario, admita una desviación. Es un hierro que puede torcerse: si justificamos el mal que hemos hecho, la próxima vez que nos encontremos en la misma situación nos parecerá menos mala, y al final nos parecerá bien.
En “Crimen y Castigo” se ve claramente cómo puede deformarse la conciencia: el protagonista mata a la anciana (no es spoiler, ocurre en las primeras páginas de la novela) y en él hay un proceso de justificación: era usurera, trataba mal a los demás, la sociedad no merece personas indeseables como ella… Pierde de vista que ha quitado la vida a un ser humano.
Pedir perdón cuesta, y a veces mucho. De hecho, vemos que hay personas que nunca piden perdón y son responsables de acciones graves. O, sin ser graves, nunca dan su brazo a torcer cuando han hecho algo mal.
¿Cómo favorecer un clima de perdón?
En primer lugar, ha de haber conversión. Convertirse es decidirse a desandar lo andado. Eso en el plano humano se ejercita: si pedimos perdón habitualmente cuando fallamos en cosas pequeñas, estaremos preparados para pedir perdón el día en que cometamos (si llega) un acto grave. Pero la conversión del corazón es, tal como lo entendemos los creyentes, un don de Dios. Dios ayuda a quien pide ayuda.
En segundo lugar, hay que ayudar al que ha obrado mal. Hay que ponerlo delante de lo que ha hecho, que pueda recordarlo, analizarlo (quizá con más calma esta vez).
En tercer lugar, hay que ser misericordiosos con el que no pide perdón. La persona que no pide perdón arrastra una gran miseria en su alma. Quien no pide perdón es un miserable: hay que compadecerse de él. San Agustín (Agustín de Hipona) dice que “la misericordia es cierta compasión de la miseria ajena, nacida en nuestro corazón, por la que -si podemos- nos vemos forzados a socorrerla”.
En cuarto lugar, plantea un horizonte de beneficios a la persona que obró mal. “Recuperarás el amor”, “podrás volver a…”, “lo están esperando con más ganas que tú”… A todos nos mueve saber que al otro lado hay una ventaja.
Si un amigo tuyo no pide perdón, reza por él, habla con él, tómalo de los hombros (metafóricamente) y ponlo delante de la situación de la que es culpable. Que sea consciente de lo que ha provocado. Luego haz que se sienta acompañado por ti. Que no vas a abandonarlo si reconoce su error y que para ti todavía será entonces más amigo, más querido. “Yo también habría sido capaz de eso”, podemos decirle, “pero ahora eres tú el que debe dar el paso”.
Quien pide perdón descarga un peso psíquico tremendo
Lo dicen personas que han pasado por experiencias terribles: asesinos, terroristas, personas que han practicado abortos… La cárcel, los castigos físicos, las multas se vuelven entonces algo secundario y se llevan anímicamente de otro modo, porque lo peor ya se ha soltado. Y no solo eso: hay un proceso de amor que va curando lo que estaba roto.
Te puede interesar:
Un paso atrás puede ser un gran paso adelante