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Chateaubriand, el escritor que quiso devolver a Francia a sus raíces cristianas

CHATEAUBRIAND
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Benjamin Fayet - publicado el 07/11/18
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Chateaubriand: “De todas las religiones que han existido, la cristiana es la más poética y humana y la que más favorece la libertad, las artes y las letras”Nos sumergimos en este volumen con deleite, pues su escritura conserva el brillo de la vida ilustre que tuvo su protagonista.

Si bien el libro disecciona una obra brillante, el autor no incurre jamás en la hagiografía puesto que, a pesar del inmenso talento que poseía el protagonista, también ha decidido compartir su mediocridad y no ha dudado en tomarse ciertas libertades sorprendentes con la verdad.

Sin embargo, estas libertades no nos hacen olvidar la amplitud de miras y la genialidad de este escritor, que siempre puso su fe en Dios en el centro de su vida y su obra.

Precursor del Romanticismo que inspiró la literatura del siglo XIX, dedicó toda su vida al servicio de la monarquía de los Borbones y del catolicismo. La religión, puesta en entredicho durante la época revolucionaria, y las masacres cometidas durante este periodo le supusieron rápidamente un gran impacto y le llevaron a exiliarse, primero a las tierras vírgenes de Estados Unidos y después a la ciudad brumosa de Londres.

Por tanto, asiste desde el extranjero a los daños que se producen en Francia y que la llevan a una guerra civil tras 1789, donde una parte de la población se desvincula de un régimen que desea apartarla de la Iglesia y de sus sacerdotes.

Es en estos años de exilio cuando publica sus primeros escritos y decide adoptar esta figura de hombre de letras con un ensayo en el que intenta analizar los orígenes de la Revolución francesa.

No vuelve a Francia hasta 1800, tras el golpe de Estado del 18 de brumario de Bonaparte. Este último, consciente de la necesidad de una pacificación religiosa, reanuda las relaciones del Estado francés con la Iglesia y el Vaticano mediante un concordato.

Además, en 1802, la publicación de su llamativo libro El genio del Cristianismo se ajusta a la política de pacificación religiosa que deseaba el primer cónsul. Chateaubriand, al igual que Napoleón aunque por diferentes motivos, deseaba volver a vincular Francia con la herencia cristiana que había quebrantado la Revolución.

En este libro destaca la dimensión poética de la religión y de sus rituales a través de unas líneas que desprenden una gran sensibilidad prerromántica.

Restablece el soplo poético de la Edad Media que contrapone a la racionalidad de la Ilustración. El libro supone un gran éxito y hace que Ghislain de Diesbach escribiese que “había reavivado la religión cristiana ante una nueva generación que se entusiasmaría por todo lo que él había vuelto a situar en primer plano: las ceremonias de culto, los objetos de arte sagrados, los cementerios de campaña, etc., y utilizaría los temas religiosos para la literatura y la pintura”.

El propio Chateaubriand resume así su pensamiento: “De todas las religiones que han existido, la cristiana es la más poética y humana y la que más favorece la libertad, las artes y las letras. El mundo moderno le debe todo, desde la agricultura hasta las ciencias abstractas pasando por los hospicios construidos para los más desfavorecidos y los templos elevados por Miguel Ángel y decorados por Rafael. No hay nada más divino que su moral y nada más amable y grandilocuente que sus dogmas. Su doctrina es su culto: favorece el ingenio, purifica el gusto, desarrolla las pasiones virtuosas y refuerza el pensamiento, ofrece formas nobles al escritor y moldes perfectos para el artista”.

La obra supone un enorme éxito y, tras años de odio anticristiano, serviría para muchos católicos como fuente de esperanza e inspiración. Se trata de una obra que conmueve a las almas, aunque el libro no escapa a las críticas por parte de ciertos católicos. Se le reprocha un carácter demasiado melancólico en su obra, donde defiende la religión con la prosa de un poeta y no con los argumentos de un teólogo.

Entonces apreciado por un Napoleón en la cima del poder, el primer cónsul lo envía a Roma a una misión con su tío, el cardenal Fesch. La relación entre ambos se deteriora rápidamente, y Chateaubriand abandona Roma ante la presión del prelado, poco dispuesto a aguantar el carácter dominante del escritor.

Es en ese momento cuando publica Los mártires, otra gran obra escrita como un misterio de la Edad Media y que evoca el triunfo de la religión cristiana bajo el reinado de Diocleciano a través de la historia del griego Eudore.

Ya en una oposición al poder, decide tomar su bastón de peregrino e iniciar su conocido viaje hacia Tierra Santa, donde creará su famoso Itinerario de París a Jerusalén, publicado en 1811. Le marcará en gran medida la época que pasó en la Ciudad Santa y el recibimiento que tuvo por parte de las comunidades monásticas, como Jaffa, donde la precariedad que observa le lleva a escribir: “El estado en el que viven se parece al de Francia bajo el reino del Terror”.

Durante toda su vida se mantuvo como un gran defensor de los cristianos de Oriente, ya que no olvidó jamás la calurosa acogida con la que le recibieron.

Este cambio en Francia se ve marcado por una oposición cada vez más fuerte contra el régimen de Napoleón y sus desvíos dictatoriales tras la ejecución del duque de Enghien y de Armand de Chateaubriand, espía de la causa monárquica.

Tras la caída de Napoleón en 1814, inicia una carrera política bajo la Restauración, caracterizada no obstante por diversas desilusiones. Se teme su influencia y se le reprocha la época en la que mantuvo contacto cercano con Bonaparte al principio de su reinado.

Sin embargo, se le concedieron algunos puestos prestigiosos, como las embajadas de Francia en Prusia, Londres y Roma, así como el Ministerio de Asuntos Exteriores durante un periodo breve de tiempo. Cargos que no le impidieron escribir su obra más importante, Memorias de ultratumba, que coronaron para la posteridad una obra literaria y una vida que Ghislain de Diesbach reproduce con la meticulosidad de un erudito y el talento de un gran escritor.

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