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Stephen Hawking: gran científico, pésimo teólogo, dice el obispo Barron

BISHOP ROBERT BARRON
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Robert Barron - publicado el 08/11/18
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Lo cierto es que me gustó bastante el último libro de Stephen Hawking, pero tengo algo que sugerir a los lectores…Stephen Hawking fue un gran físico teórico y cosmólogo, quizás el más importante desde Einstein. Es de justicia que sus restos se hayan enterrado junto a los de Isaac Newton en la abadía de Westminster. Hawking fue, además, una persona de tremenda valentía y perseverancia que logró construir una obra innovadora a pesar de su lucha durante décadas contra los efectos degenerativos de la esclerosis lateral amiotrófica o ELA. Y por lo que dicen todos, era un hombre con un gran sentido del humor y una rara habilidad para la amistad. Es prácticamente imposible no admirarle. Sin embargo, ¡vaya si era irritante cuando hablaba de religión!

En el último año de su vida, Hawking estaba dando las últimas pinceladas a un libro que es una especie de continuación de su gran éxito Breve historia del tiempo.

Su última obra, Breves respuestas a las grandes preguntas, es una colección de ensayos breves que incluyen el viaje en el tiempo, la posibilidad de vida inteligente en alguna parte del universo, la física que opera en un agujero negro y la colonización del espacio. Sin embargo, hay un capítulo que se titula simplemente “¿Existe un Dios?”. Para sorpresa de todo el que no haya estado prestando atención a las cavilaciones de Hawking sobre este tema durante los últimos años, su respuesta es que no. Esta es, para cualquiera implicado en el juego de la evangelización o en la apologética, una respuesta obviamente deprimente, ya que muchas personas, en especial los jóvenes, dirán: “Bueno, ya está: el hombre más listo del mundo dice que Dios no existe”. El problema es que se puede ser excepcionalmente inteligente en un ámbito de pensamiento y ciertamente ser bastante ingenuo en otro. Este, me temo, es el caso de Stephen Hawking, quien, aunque extraordinariamente versado en su ámbito de estudio predilecto, mete la pata varias veces cuando se adentra en los campos de la filosofía y la religión.

Las cosas no pintan bien ya desde la línea introductoria del capítulo: “la ciencia está contestando cada vez más preguntas que solían ser dominio de la religión”. Aunque ciertas formas primitivas de religión podrían interpretarse como intentos de dar respuesta a lo que consideraríamos más adecuadamente cuestiones científicas, la religión, en el sentido desarrollado del término, no plantea y responde pobremente preguntas científicas; más bien pregunta y responde unos tipos de preguntas cualitativamente diferentes.

El comentario ingenioso y simplista de Hawking expresa maravillosamente la actitud cientificista, con lo que me refiero a la arrogante tendencia de reducir todo conocimiento a la forma científica de conocimiento. Siguiendo su método de observación empírica, formación de hipótesis y experimentación, las ciencias pueden contarnos sin duda mucho sobre una cierta dimensión de la realidad. Sin embargo, no pueden, por ejemplo, decirnos nada sobre qué hace que una obra de arte sea hermosa, qué hace que un acto libre sea bueno o malo, qué constituye un acuerdo político justo, cuáles son las características de un ser como ser en sí mismo… y sin duda, el porqué de un universo de existencia finita. Todos estos son asuntos filosóficos y/o religiosos y cuando un científico puro, empleando el método apropiado para las ciencias, se adentra en ellos, lo hace con suma torpeza e extrañeza.

Permítanme demostrarlo dirigiendo su atención hacia el tratamiento de Hawking del último tema que he mencionado, es decir, por qué debería existir un universo en primer lugar. Hawking opina que la física teórica puede responder con soltura esta pregunta de manera tal que la existencia de Dios se vuelve superflua. Al igual que, a nivel cuántico, las partículas elementales entran y salen de la existencia regularmente sin una causa, también la singularidad que produjo el Big Bang surgió simplemente de la nada a la existencia, sin causa y sin explicación. El resultado, concluye Hawking, es que “el universo es la comida gratis definitiva”.

El primer error —que comete también el ejército de seguidores de Hawking— es la ambigüedad en el sentido de la palabra “nada”. En el estricto sentido filosófico (o incluso religioso), “nada” designa la ausencia de ser absoluta; sin embargo, lo que Hawking y sus discípulos implican con el término, de hecho, es un fecundo campo de energía de donde surgen las realidades y adonde retornan. El momento en que uno habla de “viene de” o “vuelve a”, ¡no se está hablando de la nada! La verdad es que me reí sonoramente con esta parte del análisis de Hawking, que delata el error: “Creo que el universo se creó espontáneamente de la nada, según las leyes de la ciencia”. Bueno, independientemente de a lo que nos refiramos con las leyes de la ciencia, sin duda son algo, ¡no pueden ser nada! Ciertamente, cuando los teóricos cuánticos hablan de partículas que saltan a la existencia espontáneamente, habitualmente invocan las constantes y dinámicas cuánticas según las cuales sucede tal emergencia. 

Una vez más, diga lo que se diga sobre estas disposiciones en forma de leyes, no designan un no ser absoluto. Por tanto, nos vemos obligados a plantear la pregunta, ¿por qué un contingente de estado de cosas —materia, energía, el Big Bang, las mismas leyes de la ciencia— deberían existir en absoluto?

La respuesta clásica de la filosofía religiosa es que ninguna contingencia puede explicarse satisfactoriamente aludiendo interminablemente a otras contingencias. Por tanto, debe existir alguna realidad última no contingente, la cual es fundamento del universo finito y lo materializa. Esta causa no causada, esta realidad cuya misma naturaleza es ser, es lo que las personas religiosas serias llaman “Dios”. Ninguna de las especulaciones de Hawking —mucho menos sus meditaciones sobre la “nada” putativa de donde surge el universo— dice nada en contra de esta convicción.

A modo de conclusión, quisiera decir que lo cierto es que me gustó bastante el último libro de Stephen Hawking. Cuando se quedaba dentro de los confines de sus ámbitos de especialidad, era ameno, divertido, informativo y creativo. Sin embargo, animaría encarecidamente a los lectores a tomar con reservas las partes en que habla de las cosas de Dios.

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