Es fundamental dar valor a la vida de cualquier ser humano.Un objeto tiene mayor valor en la medida en que sirve mejor para la supervivencia y mejora del ser humano, ayudándole a conseguir la armonía y la independencia que necesita y a las que aspira.
Es por tanto esencial que los valores que se persigan en la propia vida correspondan con la realidad del hombre, es decir, sean verdaderos. Porque solo los valores verdaderos pueden conducir a las personas a un desarrollo pleno de sus capacidades naturales y, un valor será verdadero en función de su capacidad para hacer más humano al hombre.
Nacen así los valores universales, aquellos que se fundamentan en la dignidad incondicionada de todo ser humano. Una dignidad que -como puede deducirse de su propia génesis- no admite ser relativizada, no puede depender de ninguna circunstancia (sexo, edad, salud, calidad de vida, y demás cualidades).
En sentido ético o moral llamamos principio a aquel juicio práctico que deriva inmediatamente de la aceptación de un valor. Del valor más básico, el valor de toda vida humana, de todo ser humano, es decir, su dignidad humana, deriva el principio primero y fundamental en el que se basan todos los demás: la actitud de respeto que merece por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, es decir, por su dignidad humana.
En la filosofía moderna y en la ética actual se propaga una subjetivación de los valores y del bien. Esto conduce a un relativismo radical, pues para las teorías que imperan en la actualidad no existe ningún fundamento que se base en la naturaleza de las cosas y cualquier punto de vista puede además variar de una a otra época. No existe ninguna barrera segura de valores frente a la arbitrariedad del estado y el ejercicio de la violencia.
La dignidad propia del hombre es un valor singular que fácilmente puede reconocerse. Lo podemos descubrir en nosotros o podemos verlo en los demás. Pero ni podemos otorgarlo ni está en nuestra mano retirárselo a alguien. Es algo que nos viene dado. Es anterior a nuestra voluntad y reclama de nosotros una actitud proporcionada, adecuada para reconocerlo y aceptarlo con gratitud como un valor supremo.
El propio conocimiento y la apertura natural a los demás nos permite reconocer en ellos y en nosotros el poder de la inteligencia y la grandeza de la libertad. Con su inteligencia, el hombre es capaz de trascenderse y de trascender el mundo en que vive y del que forma parte, es capaz de contemplarse a sí mismo y de contemplar el mundo como objetos.
Por otro lado, el corazón humano posee deseos insaciables de amor y de felicidad que le llevan a volcarse – con mayor o menor acierto- en personas y empresas. Todo ello es algo innato que forma parte de su mismo ser y siempre le acompaña, aunque a veces se halle escondido por la enfermedad o la inconsciencia.
Así, el hombre forma parte del mundo pero al mismo tiempo lo trasciende mostrando una singular capacidad – por su inteligencia y por su libertad – de dominarlo, sintiéndose impulsado a la acción con esta finalidad. Podemos aceptar por tanto que el valor del ser humano es de un orden superior con respecto al de los demás seres del cosmos. Y a ese valor lo denominamos “dignidad humana”.