Quizás el error de Duncan es aplicar los hábitos estéticos de la posmodernidad literaria y cinematográfica a una obra escrita a mitad del siglo pasado
Recibimos una noticia extraña. Un escritor de ciencia ficción más o menos desconocido, Andy Duncan, acusa a J.R.R. Tolkien de racista, por el trato dado a los orcos en El Señor de los anillos. Lo hace en un podcast de la conocida revista californiana Wired.
El autor británico publicó su obra cumbre tras la segunda guerra mundial. Entre los años 1954 y 1955 aparecieron los tres tomos de esta gran novela de ciencia ficción que no solo se ha convertido en un clásico, sino en uno de los libros más leídos de todos los tiempos, con más de 150 millones de copias vendidas.
Además de continuar siendo un bestseller en las librerías del mundo entero, entre 2001 y 2003 se fueron estrenando cada una de las partes de la saga cinematográfica, dirigida por Peter Jackson. Y de nuevo, por su universalidad, la historia funcionó, convirtiéndose en un gran éxito de taquilla y en un título indispensable en la formación audiovisual de muchos hogares.
El intento de vilipendio de Tolkien por parte del Sr. Duncan -autor menor ganador de varios premios menores- muy probablemente surge de una curiosa envidia de carácter retroactivo. Sin embargo, el lector o espectador que entra en la historia de Frodo Bolsón y de su compañía del anillo, entiende fácilmente que en aquella amistad no existe racismo, ni exclusión, ni falta de misericordia con nadie.
El osado hobbit, nacido en la mente de un católico convencido como Tolkien, se convierte en otro Cristo. Su redención es para todos en todo momento, como se puede apreciar, por ejemplo, en la infinita piedad que muestra el protagonista por el desventurado Gollum.
Eso sí, como en la teología cristiana, hay buenos y malos muy nítidamente dibujados. Siguiendo la doctrina tomista de los trascendentales -donde el bonum y el pulchrum son convertibles- la maldad va asociada a la fealdad o, por lo menos, a lo más siniestro. Lo vemos en la progresiva degeneración física de Sméagol, fruto de su pecado y de su obsesión con el anillo de poder.
Tal asociación resulta también muy evidente en otros personajes que engrosan las filas del mal: Sauron, el ojo maligno que simboliza al mismísimo ángel caído; Saruman, una especie de Papa herético que lanza sus huestes de orcos y huruk-hais modificados genéticamente contra la civilización; los inquietantes jinetes Nazgûl; el Balrog; Ella-Laraña; Lengua de Serpiente; etc.
Quizás el error de Duncan es aplicar los hábitos estéticos de la posmodernidad literaria y cinematográfica a una obra escrita a mitad del siglo pasado. De la mano de lo políticamente correcto observamos cómo en nuestros días existe una tendencia a identificar a los protagonistas con antihéroes, con personajes que antaño hubiesen representado a monstruos.
Esto se hace claro incluso en películas infantiles. Un claro ejemplo son las tres entregas de Hotel Transilvania (2012, 2015, 2018), donde los raros son normalizados, convirtiéndose los vampiros, los zombis, los licántropos, la momia, frankenstein y cía., en inocentes seres secularmente marginados por los humanos.
Tolkien crea de un modo muy distinto. En su mundo imaginario nadie queda fuera de la posibilidad de la misericordia. Enanos, elfos, rohirrims (los hombres), hobbits, magos, todos juntos en esa comunidad de pueblos que representa a la Iglesia, luchan juntos, en su irreductible diversidad, contra las sombras y la amenaza de su imperio. Incluso las almas condenadas del purgatorio tienen su oportunidad de colaborar en tal cruzada, en la que encuentran así su momento glorioso.
Por eso le recomendamos a Duncan que lea El Señor de los Anillos, que lo disfrute sin miedo. La Tierra Media es un mundo que no necesita excluir a nadie para vivir la felicidad. Muy probablemente el escritor americano viva aterrorizado por la idea de caer en algún ismo. Seguramente será eso lo que lo habrá inducido a hablar y a escribir con pies de gato. Y, sin darse cuenta, será eso lo que lo habrá llevado a pensar también con pies de gato. Una lástima, porque así uno se pierde el placer de leer al gran Tolkien y -aunque sea políticamente incorrecto- deja pasar la oportunidad de disfrutar como un enano.