El progreso tecnológico detrás del teléfono inteligente esconde un oscuro secretoCuando el escritor inglés Eric Arthur Blair, mejor conocido por su pseudónimo literario George Orwell, publicó en 1949 su famosa novela “1984”, el futuro distópico que auguraba resultaba inquietante, pero lejano. Hoy, ese futuro no parece ya tan lejano. O probablemente ya llegó, sin darnos cuenta.
El mundo de finales del año 2018 cuenta con una tecnología que hace medio siglo parecía inalcanzable. Pensemos tan sólo en el teléfono inteligente. Un aparato que cabe en la palma de la mano, pero que es capaz de hacer fotografías, reproducir música, almacenar una cantidad ingente de datos, navegar por Internet, conectar a personas que están a miles de kilómetros de distancia, y realizar millones de operaciones matemáticas complejas. Todo al mismo tiempo. Todo al instante.
Tanto poder, a un precio razonablemente accesible, claro está, debe esconder algún oscuro secreto. Ya lo decía Orwell en su famosa novela “1984”: “El progreso tecnológico se permite solo cuando sus productos pueden aplicarse de algún modo a disminuir la libertad humana”.
El progreso tecnológico detrás del teléfono inteligente mediante el cual, probablemente, muchas personas están leyendo este artículo, sólo fue posible gracias a que todas ellas accedieron de forma silenciosa a ceder parte de su libertad. Y de su intimidad.
Una sola palabra: datos
¿Por qué una compañía como IBM compraría The Weather Channel por más de dos mil millones de dólares? Cuando se anunció esta compra hace un par de años, los expertos no entendían qué había detrás del negocio. Y la respuesta es muy sencilla: datos, muchos datos.
IBM, como Google, Facebook y compañía son empresas que ganan miles de millones de dólares al año vendiendo los datos que recolectan de sus usuarios. En un principio empezó como un experimento. Actualmente, el negocio de venta de datos –un negocio que generó este año 2018 más de 21.000 millones de dólares– no conoce las fronteras de la libertad, de la intimidad, del honor.
Es un negocio que ve a las personas ya ni siquiera como un objeto, sino como un eslabón inerte en una larguísima cadena de intrincados algoritmos. Es decir, algo muy cercano a la nada.
Los datos de cada persona se venden en el mercado a un precio de entre medio y dos centavos de dólar. Eso es lo que vale la historia íntima de una madre, de un maestro o de un panadero. Ni más ni menos. Y lo compran todo tipo de compañías para hacer lo que quieran con esa información.
Hoy, la mayor parte de los compradores son empresas de publicidad, comercios y fondos de inversión que buscan influir en los hábitos de consumo de la gente. Mañana, podrían ser políticos y grupos de poder que busquen controlar el destino de millones de almas.
Un espía silencioso
Antes se pensaba que, en cierta forma, las personas controlaban los datos expuestos en línea. Búsquedas, fotos compartidas, preferencias en redes sociales. Pero eso era una ilusión. No hay control por parte de los usuarios. Al contrario, los datos se recopilan de forma silenciosa, sin que nadie se de cuenta. Incluso de noche cuando todos duermen.
Una reciente investigación del New York Times (NYT) ha descubierto que las aplicaciones móviles captan los movimientos que hace una persona las 24 horas del día los 365 días del año, con 14.000 actualizaciones al día y una precisión milimétrica; para luego vender esta información al mejor postor.
Pueden seguir a una persona mientras va a lugares públicos, como el mercado o el cine, pero también la siguen a lugares privados como el hogar, un encuentro en Alcohólicos Anónimos o una reunión con amigos. De acuerdo a la investigación del NYT hay empresas que rastrean hasta 200 millones de aparatos al año, solamente en Estados Unidos.
Es así, que al momento de que un teléfono inteligente identifica que está en una sala de urgencias, inmediatamente manda la señal y comienzan a llegar anuncios de abogados de lesiones. No llegan frases de esperanza. No mandan llamar a la familia del lesionado. Buscan lucrar con la desgracia.
Gran Hermano
En el “1984” de Orwell, el Gran Hermano era un aterrador dictador que todo lo veía, que todo lo sabía y que todo lo controlaba. En ese mundo no quedaba espacio para la intimidad ni para la reflexión. Era un mundo que había perdido el lenguaje y la capacidad para narrar la realidad.
En el contexto actual, las redes sociales y las aplicaciones móviles todo lo ven, todo lo saben y todo lo controlan. No queda espacio para la intimidad y la reflexión. Hemos perdido, en gran medida, la riqueza de nuestro lenguaje, y buscamos poco narrar y entender la realidad que nos circunda.
Hoy, todavía tenemos el lujo de poder cerrar la cuenta de Facebook, de desactivar la geolocalización de nuestro teléfono inteligente, y de evitar la mercantilización de nuestra vida íntima.
Hoy, todavía podemos hacer violencia y buscar espacios de silencio. Hoy, todavía podemos luchar por nuestra libertad. Es bueno saberlo. Quizá mañana ya no podamos luchar; o podamos hacerlo a costa de inmensos sacrificios. Pero la libertad siempre será un sacrificio. Y una renuncia.