Lo que sucedió “en aquel tiempo” tiene lugar “en este tiempo”Desde hace un tiempo la Eucaristía es muy importante para mí. Lo que entiendo y vivo en ella llena mi días y se muestra como un camino claro a seguir. Confieso que ha sido todo un aprendizaje, pues antes solo sentía cómo pasaba el tiempo, minuto a minuto, cuando estaba allí.
Desde siempre la Iglesia ha querido introducirnos en las profundidades del misterio eucarístico, pero creo que hemos puesto poca atención a lo que verdaderamente sucede en ella.
“Para nosotros la Eucaristía no es algo nuevo a descubrir, es algo antiguo y familiar, pero, precisamente por esto, quizá necesitada de ser rescatada de la costumbre. Uno de los fines que Juan Pablo II, en su carta apostólica, asignaba al año eucarístico del 2004, era el de resucitar el “estupor eucarístico”, es decir, la capacidad de asombrarse nuevamente ante la “enormidad” (así la define Claudel) que es la Eucaristía” (P. Raniero Cantalamessa).
Te puede interesar:
Los grandes conversos de la literatura: Paul Claudel
Para renovarnos en este nuevo asombro eucarístico tomaré algunas citas del Padre Raniero.
Presencia en la Palabra
En la liturgia, las lecturas bíblicas adquieren un sentido nuevo y más fuerte que cuando son leídas en otros contextos.
En la misa no tienen tanto el objetivo de conocer mejor la Biblia, sino el de reconocer quién se hace presente en la fracción del pan. Nos ayudan a iluminar un aspecto del misterio que vamos a recibir.
Como con los discípulos de Emaús: cuando escucharon la explicación de las Escrituras su corazón se ablandó de modo que fueron capaces de reconocer a Jesús en la fracción del pan.
“En la misa, las palabras y los episodios de la Biblia no son solamente narrados, sino revividos: la memoria se hace realidad y presencia. Lo que sucedió “en aquel tiempo”, tiene lugar “en este tiempo”. Nosotros no solo somos oyentes de la palabra, sino interlocutores y actores en ella. A nosotros, allí presentes, se nos dirige la palabra; somos llamados a asumir el puesto de los personajes evocados”.
Escuchando las lecturas podemos ser tocados por su actualidad. Las cosas que allí sucedieron tienen lugar en el ahora de nuestra vida, podemos encontrar una profunda identificación con ellas:
“Un día de verano, me encontraba celebrando la Misa en un pequeño monasterio de clausura. Como texto evangélico teníamos Mateo 12. No olvidaré nunca la impresión que me hicieron las palabras de Jesús: aquí ahora hay uno que es más que Jonás…, aquí ahora hay uno que es más que Salomón. Entendía que aquellos dos adverbios “ahora” y “aquí” significaban verdaderamente ahora y aquí, es decir, en ese momento y en ese lugar, no sólo en el tiempo en el que Jesús estuvo en la tierra hace tantos siglos”.
La consagración
En este momento central hay dos cuerpos de Cristo en el altar: está su cuerpo real (nacido de la Virgen María) y está su cuerpo místico que es la Iglesia.
En la consagración la cabeza y el cuerpo están inseparablemente unidos. En el gran “Yo” de la Cabeza, se esconde el pequeño “yo” del cuerpo que es la Iglesia.
Nuestra ofrenda y la ofrenda de la Iglesia no sería nada sin la de Jesús; y la ofrenda de Jesús, sin la de la Iglesia, no sería suficiente.
“Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz, como explica la oración que acompaña el gesto: «El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana». Nuestra firma es, sobre todo, ese Amén solemne que la liturgia hace que pronuncie toda la asamblea como final de la Plegaria eucarística: «Por Cristo, con él y en él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. ¡Amén!». Es como quien dijera: «Me uno a lo que se ha hecho y dicho, lo suscribo todo»”.
Te puede interesar:
¿Qué significa la palabra “Amén”?
Cada uno de nosotros se puede preguntar: ¿qué ofrezco yo al entregar mi cuerpo y mi sangre junto con Jesús en la Misa?
Ofrezco lo mismo que ofreció Él: la vida y la muerte; el tiempo, la salud, las energías, mis capacidades, mis afectos, limitaciones, fracasos, y también, quizás, esa sonrisa llena de amor que solo mi espíritu puede ofrecer y que es extraordinaria.
Todo esto exige que cada uno de nosotros, al salir de la Misa, nos pongamos manos a la obra para realizar lo que hemos dicho; que a pesar de nuestros límites nos esforcemos en ofrecer a los hermanos nuestro “cuerpo”, es decir, nuestro tiempo, nuestras energías, nuestra atención; en una palabra: nuestra vida.
Toda la vida una Eucaristía
“Tratemos de imaginar qué sucedería si celebrásemos la Misa con esta participación personal. (…) Imaginemos una madre de familia que celebra así su misa, y después va a su casa y empieza su jornada hecha de multitud de pequeñas cosas. Su vida es, literalmente, desmigajada; pero lo que hace no es en absoluto insignificante: ¡Es una eucaristía junto con Jesús!
Pensemos en una religiosa que viva de este modo la Misa; después también ella se va a su trabajo cotidiano: niños, enfermos, ancianos… Su vida puede parecer fragmentada en miles de cosas que, llegada la noche, no dejan ni rastro; una jornada aparentemente perdida.
Imaginemos un sacerdote, un párroco, un obispo, que celebra así su misa y después se va: ora, predica, confiesa, recibe a la gente, visita a los enfermos, escucha… También su jornada es eucaristía. Un gran maestro de espíritu, decía: «Por la mañana, en la misa, yo soy el sacerdote y Jesús es la víctima; durante la jornada, Jesús es el sacerdote y yo soy la víctima» (P. Olivaint)”.
El hombre es lo que come
Un filósofo ateo dijo: “el hombre es lo que come”. Gracias a la Eucaristía, el cristiano es verdaderamente lo que come.
En la Eucaristía nosotros no asimilamos a Jesús, es Él quien nos asimila a su cuerpo. La carne de Cristo se hace “mía”, pero también mi carne, mi humanidad, se hace de Cristo. Esto nos pone delante una gran verdad: no hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo.
Pero dar a Jesús nuestros cansancios, dolores, fracasos, alegrías y pecados, es solo el primer paso. De dar se pasa, en la comunión, a recibir. Recibir nada menos que a Cristo. En esto consiste “la enormidad” de la Eucaristía: en este intercambio absolutamente inmerecido.
La comunión con el cuerpo
“El Cristo que viene a mí en la comunión, es el mismo Cristo indiviso que se dirige también al hermano que está a mi lado; por así decirlo, Él nos une unos a otros, en el momento en que nos une a todos a sí mismo”.
Todos quedamos unidos en Cristo y en todos vive Cristo. Por eso podemos decir que somos hermanos. Cuando decimos amén en el momento de la comunión, decimos amén al cuerpo de Jesús que ha muerto por nosotros, pero decimos también amén a su cuerpo que es la Iglesia, todos aquellos que están a nuestro alrededor.
¿De ahora en adelante la Misa será igual para ti?