No es lo mismo ser crédulo que creyenteMuchos confunden la fe con credulidad y al creyente con un ingenuo.
El gran filósofo Agustín de Hipona entiende que lo que impide a muchos acercarse a los contenidos de la fe no es la razón, sino los prejuicios (De la utilidad del creer, IX, 22).
Así, san Agustín analiza el uso de la palabra “credulidad”, la que considera un defecto, porque el crédulo permanece en el error sin dudar.
Con ejemplos cotidianos explica la diferencia entre quien desea saber por curiosidad, por interés o por competencia intelectual.
De allí que no se puede igualar un interesado en algo con un estudioso, del mismo modo no se puede comparar al creyente con el crédulo.
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Tanto “curioso” como “estudioso” son palabras que refieren a alguien que tiene un deseo de saber. Pero la diferencia es que el curioso se ocupa de lo que no le incumbe y el estudioso de lo que le atañe.
Creer no nos libra de seguir preguntando y de buscar comprender lo que creemos, más bien al contrario, cuando doy mi confianza, cuando creo, me hace caminar en la búsqueda de esa verdad que posee al que cree, ya que él no la posee, sino que es tocado por ella.
En la amistad necesitamos creer primero antes de conocer, pero por creer no nos cerramos al saber sobre el otro.
Agustín distingue creer de saber, y elogia al que cree y al que busca saber, pero critica duramente al que prejuzga creyendo que sabe.
Para él, son de elogiar quienes han hallado y quienes buscan con sinceridad, pero son reprochables quienes pudiendo buscar no lo hacen y quienes creyendo conocer, están llenos de prejuicios y no conocen la fe cristiana.
Por otra parte, no considera que haya error en creer lo que sea, con tal de que uno se dé cuenta sinceramente que creer no significa saber (De la utilidad del creer, XI, 25).
Creer y saber
El programa de Agustín parece a muchos al revés de lo que podría parecer el sentido común.
En teoría parecería más lógico partir de la razón para concluir en la fe, pero en la práctica Agustín parte de la fe, cree para saber.
Su propia experiencia personal lo persuade de que es mejor partir del acto de fe para buscar, para comprender, para conocer.
La fe no es una puerta cerrada a la razón, ni un límite a la misma, sino la puerta abierta que lleva a la razón a un horizonte más amplio y una visión más profunda.
La fe cristiana no tiene nada de irracional para Agustín, ya que esta se apoya enteramente en el testimonio de otros y su credibilidad.
De hecho, toda la ciencia de la que disponemos se apoya en cosas vistas y en cosas creídas. Cuando se trata de la religión, el problema no cambia de naturaleza, aunque cambie el objeto. ¿Por qué no he de creer a los testigos de Cristo si creo a tantos otros a quienes considero dignos de confianza?
Agustín invita a sus amigos -y a todos sus lectores- a abandonar el orgullo, el prejuicio, y a recibir la verdad que se nos ofrece en lugar de querer conquistarla.
La fe pasa primero y la inteligencia le sigue detrás. A su vez, la razón es la posibilidad misma de la fe, porque solo puede creer un ser racional.
Pero la razón no debe prescindir de la ayuda de la fe. La propia experiencia de Agustín le demostrará a través sus búsquedas y fracasos, que la sola razón que desprecia la fe no lleva a ninguna parte. En cambio, el acto de fe le llevó a donde la sola razón no era capaz.
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¿Hay que elegir entre la fe o la razón?
Así lo explica E. Gilson, en sus estudios sobre san Agustín:
Ciertamente, la fe no ve claramente la verdad, pero a pesar de ello tiene como una suerte de ojo, que le permite ver que algo es verdadero incluso cuando no discierne la razón de ello.
Todavía no ve lo que cree, pero sabe al menos con toda certeza que no lo ve, y que no obstante eso es verdadero.
Justamente es esta posesión por la fe de una verdad oculta, pero cierta, lo que va a inspirar el deseo de penetrar su contenido y dar su sentido pleno al Crede ut intelligas.
Para Agustín la razón no es la que resuelve el problema de la verdad, pero es la que lo plantea y la que acepta la solución.
La razón ha de pedir un auxilio de lo alto que haga en ella y para ella lo que por sí misma no puede hacer. La razón no debe abandonarse, sino acrecentar su propia luz y volverse más plena.
A su vez la fe para Agustín no se reduce a creer en Dios, sino que implica creerle a Dios, una relación de amor, de confianza que se apoya en el otro.
Es amar creyendo, apoyarse y aceptar la autoridad de Dios, que lejos de una sumisión bruta e ignorante, prolonga la inteligencia y la eleva a su plenitud.
Nadie duda que sin la fe se pueda uno encontrar con la verdad de las matemáticas, pero si quiere ir más lejos, necesitará del auxilio de la fe.
El acto de fe es colocado en la cumbre de toda actividad humana. No hay oposición en Agustín entre fe y razón, aunque es evidente para él que la fe es superior a la razón, porque consigue llegar más lejos, alcanzar la verdad suprema que no engaña.
Pero la razón tiene que ayudar a la fe y de ella recibe una ayuda poderosa. Esta circularidad entre fe y razón es la que permite alcanzar la contemplación de la verdad.
La fe es así un proceso de pensamiento, pero descansando sobre la base de aceptación de un dato: que creemos en la autoridad del testigo.
Si queremos saber algo de Dios debemos creerle. La fe, al igual que el amor, no nos vuelve ciegos, sino que nos hace ver y ensancha el horizonte de nuestra comprensión.
El pensamiento de Agustín es inseparable de su propia experiencia de búsqueda y de fe, de amor y de decisión por el cristianismo.
La voluntad decide libre y racionalmente a quién creer y amar.
Es el amor el que mueve a buscar la verdad de lo que se ama. El amor nos mueve a querer conocer a quien amamos y el amor, que en la fe cristiana es inseparable del acto de fe, lleva en sí mismo la exigencia del conocimiento.