No soy yo quien triunfa, es Dios en mí
La fecundidad es de Dios, no es mía. Yo no logro que el árbol dé su fruto. Yo no consigo que mis redes se llenen de peces. La abundancia viene de Dios, no de mí.
Los éxitos en mi vida necesitan mi sí y la gracia de Dios que bendice mi esfuerzo: “Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían”.
Ver la vida así me da mucha más paz. Veo lo que no es fruto directo de mi esfuerzo, sino de Dios. Veo el poder de Jesús actuando en mi pobreza, en mis límites. No soy yo quien triunfa, es Dios en mí.
Pero no siempre logro lo que sueño. Y a menudo la pesca es infructuosa. Por mi culpa tantas veces. Fruto de mi pecado.
Entonces me siento como Pedro. Me veo pecador e indigno. Sus palabras son a menudo las mías: “Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: – Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”.
Cuando veo mi pecado, mi debilidad, mi pobreza, temo y me alejo de Dios. Veo sus milagros en mi vida y no me creo con derecho a todo lo que recibo.
Todo es don, es gracia inmerecida. Y yo no soy digno porque soy impuro y peco. Y no quiero estar con Él porque me siento indigno. Lo puedo entender con la razón, pero mi corazón se rebela.
Sé muy bien que Jesús no me llama porque sea puro e inmaculado. Jesús no busca a los dignos. Pero aun así me cuesta aceptarlo con el corazón. No entiendo que me quiera sin hacerlo todo bien.
Él conoce mis límites y también el poder de mi vida. Sabe que no exploto todo lo que hay en mí. Y me pide que crea en el poder infinito de mis fuerzas.
Me anima a que lo siga y me fíe. Me quiere porque cree en mí, no porque sea perfecto. Cree en el poder que hay oculto en mi interior. Quiere que confíe en mí mismo.
Tengo súper poderes que no he acabado de descubrir. Tengo muchas más capacidades de las que uso. Soy mucho más inteligente, puedo amar mucho más. Tengo tantas potencialidades que Jesús sólo desea que las explote.
Y al mismo tiempo sólo desea que necesite su poder, su fuerza, su gracia. No quiere que cuente sólo con mis capacidades.
Decía el padre José Kentenich: “Una sana desconfianza genera en el alma precaución, respeto y docilidad. Precaución porque es un hecho que, en el transcurso de la historia, no rara veces hombres que eran considerados ‘pilares’ fueron los que más bajo cayeron, y porque el corazón humano siempre está expuesto a la tentación de la traición”[1].
Puedo caer, eso lo sé. Sé muy bien que no puedo ser fiel siempre, hasta el final de mi vida. No quiero confiar sólo en mis fuerzas para mantener a flote cuando navegue mar adentro.
Confío en Jesús que camina conmigo y hace Él que la pesca sea milagrosa. Me invita a seguir sus pasos y vivir sólo para Él porque sólo así mi vida será fecunda: “Jesús dijo a Simón: – Desde ahora serás pescador de hombres”.
Jesús ve en mí el ansia de eternidad. Y ve mi deseo de vivir continuamente pescas milagrosas. Conoce mis vanidades y mis orgullos. Y entiende que en las humillaciones aprenderé el significado de la palabra humildad.
Me acepta en mi pobreza. Ama mi pequeñez. Ve en mí todas mis infidelidades continuas. Mis torpezas y caídas. Sabe cómo soy y cuenta con ello pese a mis promesas de fidelidad eterna. Por eso me llama para vivir una vida nueva.
Quiero seguir a Jesús justo cuando haya pescado más. Como les pasa a los discípulos. Aunque me cueste entonces dejar aquello que disfruto justo cuando me va tan bien.
En el momento de la pesca maravillosa dejo las redes en la orilla y sigo a Jesús. Lo hago como los discípulos, porque me fío de Él: “Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”.
Los discípulos dejan las redes caídas y siguen a Jesús. Yo también quiero hacerlo. La vocación es una irrupción de Dios en mi vida. Un volver a comenzar.
Jesús llega y me llama por mi nombre. Irrumpe y cambia todos mis planes. Logra quitarme los miedos que me paralizan. Y logra que crea en todo lo que puedo llegar a ser si me dejo moldear en sus manos, como un niño.
Dejo las redes, lo dejo todo. Y le sigo.
[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus