El pecado me hace daño por dentro, pero al mismo tiempo es la puerta de entrada para DiosPienso en la importancia de mis gestos y de mis palabras. De mis aciertos y errores. Acojo y rechazo. Acepto y condeno.
Dicen de Jesús: “En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: – Ese acoge a los pecadores y come con ellos”.
Jesús comía con publicanos y prostitutas. Con pecadores públicos. Hay pecados que todos conocen y escandalizan. Hay pecados que permanecen ocultos en el silencio del corazón. Jesús lo conoce todo.
Ve mi pecado y mi debilidad. Viene a mí. Se acerca a los pecadores en primer lugar. A los enfermos antes que a los sanos.
El pecado me hace daño por dentro. Al mismo tiempo es la puerta de entrada para Dios.
“Si manifestamos nuestros límites y nuestras zonas de sombras, reconocemos nuestra miseria, pero al mismo tiempo proclamamos el poder y la misericordia del Señor. Es un acto de fe reconocerse pecadores porque entonces es cuando la misericordia nos alcanza”[1].
Me cuesta reconocerme pecador. Primero ante mis ojos. Más aún ante otros. No me reconozco en mi pecado. Tengo una película sobre mis ojos que no me deja ver mi debilidad.
La culpa es de los demás. Del mundo, de las circunstancias. No me siento culpable. No he hecho nada malo. Me cuesta aceptar mis límites y pedir perdón.
Otro en mi lugar hubiera hecho lo mismo. Me siento libre de culpa. O son los demás los que me indujeron a pecar. Yo no tengo que pedir perdón. Me cierro. No logro ver las cosas como son.
Me duele tanto la humillación que no estoy dispuesto a reconocerme débil y culpable. Yo no hice nada, pienso. Y siguen mis disculpas resonando en el silencio. Con fuerza. Soy inocente.
¡Qué difícil es reconocer el propio error y aceptar que no lo he hecho bien! ¡Cuánto cuesta reconocer que mi debilidad es de conocimiento público! La humillación duele y tiendo a negarla. La rehúyo.
Leía el otro día que “la implantación del reino de Dios tiene que comenzar allí donde el pueblo está más humillado”[2].
Comienza en mí cuando estoy humillado. Cuando he caído de mi pedestal, de mi torre firme y segura. Dejo de ser exitoso y comienzo a sentirme acusado, lleno de polvo, humillado.
¡Cuánto cuesta cambiar la mirada! No acepto la crítica. Me defiendo con fuerza negándome a ser culpable. Y juzgo a los pecadores, a los que no son como yo.
Hoy escucho: “Al que no había pecado Dios lo hizo expiación por nuestro pecado”. El que no había pecado es Jesús. Él no tenía el mal en su alma y muere por mí, por mis faltas, por mis pecados.
Me hace tanto bien reconocer que peco… Ver con paz en el alma mi debilidad. Asumir que no lo hago todo bien.
Si tuviera esa libertad interior aceptaría las críticas sin ningún temor. Y más aún, si me sintiera imperfecto, no tendría problema en comer con pecadores.
No me importaría que me vieran en compañía de los que están mal, o se han alejado de Dios, o no se comportan como creo que deberían hacerlo.
Es un cambio en la mirada. Precisamente en los débiles y pecadores se manifiesta la gloria de Dios:
“Donde el hombre es pequeño y débil, allí manifiesta Dios su gloria. No en los fuertes, no en los perseverantes, no en los justos, sino en los miserables y en los pecadores que no lo miran, está el amor de Dios. En los débiles es poderosa su fuerza. Donde el hombre quiere ser grande, Dios no quiere estar. Donde el hombre parece abismarse en las tinieblas, Dios instaura el reino de su amor”[3].
No deja de sorprenderme. Me acerco al débil. Al pecador. Al que es rechazado. Y en mi corazón surge un afán generoso de dar la vida por los necesitados. Por los abandonados y rechazados.
Me siento bien y orgulloso. Estoy siendo Jesús para ellos. Pero algo me falta. Lo hago desde arriba. No pienso que pueda aprender algo de ellos. No creo que en ellos esté surgiendo el reino de Dios.
Pienso que es en mí. En mis buenas obras. En mi corazón generoso. Pero no en ellos que no siguen la voluntad de Dios. No en ellos que no son santos y perfectos. No en ellos que no están a la altura de lo esperado.
Juzgo con mis criterios humanos. El que ha pecado no cuenta para Dios si no cambia de vida. Me equivoco de nuevo. ¿Quién soy yo para juzgar el corazón humano?
Me creo juez juzgando al que ha caído. Me siento Dios. Y me equivoco. Me quedo en las apariencias y condeno a tantos por la superficie de sus crímenes. Veo lo que hacen mal y los juzgo.
Conmigo soy misericordioso. Ni siquiera veo mi falta. En los demás veo su pecado, su mal, su debilidad y me escandalizo. ¿Cómo puede estar surgiendo el reino del amor de Jesús en sus corazones?
No creo en la misericordia. Me dejo llevar por mi deseo de justicia. Me acerco con reparo el pecador. Al que no actúa de forma correcta. No quiero que me confundan con él. Me siento más digno, más puro, más en paz, más de Dios.
En mi forma de mirar ya estoy pecando. Juzgo a Jesús como los fariseos cuando lo ven comer con pecadores y publicanos.
Yo soy sólo un pobre pecador como todos los pecadores. Ni más ni menos. Me cuesta entender que el reino pueda surgir en mi fragilidad, cuando soy débil. Nace cuando pido perdón. Cuando me humillo. Allí comienza mi camino de liberación.
[1] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta
[2] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[3] Paolo Squizzato, Elogio de la vida imperfecta