Lo primero, un abrazoMe impresiona el abrazo del padre que espera el regreso de su hijo:
“Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo. Su hijo le dijo: – Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: – Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado. Y empezaron el banquete”.
No hay reproches. No hay castigo. Vuelve a casa después de haberlo perdido todo y le hacen una fiesta. ¿Dónde queda la justicia? No parece muy justo.
El hijo mayor nunca tuvo una fiesta. ¿Todo porque no se fue de casa? “A mí nunca”, le reprocha a su padre.
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¿Qué pensaría el hijo menor al recibir tal abrazo? No lo sé. Lo que sí creo es que él no espera la misericordia y el perdón de su padre.
Está dispuesto a ser tratado como un jornalero. Espera un castigo por su actitud. No cree en ese abrazo inimaginable.
¿Cómo puede estar su padre esperando su regreso después de lo que había hecho? ¿Cómo puede seguir queriéndolo?
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Todo en la vida tiene que ver con la imagen de Dios que tengo grabada en el alma. Quizás por eso a veces creo más en la justicia que en la misericordia. No quiero un premio para el que ha caído.
Veo a menudo personas en la Iglesia que viven crispadas, en tensión. Cumplen los mandamientos, las exigencias en la moral, se esfuerzan con ahínco. Pero por dentro están tensas, endurecidas.
Son capaces de repetir las palabras del hijo mayor: “A mí nunca”. Sienten que cumplen siempre y no reciben abrazos gratuitos. ¿Qué imagen de Dios tienen en su corazón?
Se saltan una norma y se sienten lejos de Dios. Temen volver. Creen que su Padre Dios no estará en el camino esperando su regreso. Tienen mucho de ese hijo menor que sólo vuelve porque tiene hambre.
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Ese hijo pródigo no está arrepentido. Simplemente siente que ha fracasado: “Empezó él a pasar necesidad”. Entonces ve que le iría mejor en la casa de su padre.
Pero no espera el perdón. Incluso no lo busca. Tal vez lo volvería a hacer todo igual si tuviera otra oportunidad. No sé si hay propósito de enmienda. No pretende hacerlo todo bien a partir de ahora.
Sólo quiere trabajar como un jornalero y tener algo que comer. Su imagen de Dios es muy pobre. Como la mía tantas veces.
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Veo a Dios como un juez justo que todo lo hace bien y exige de mí lo mismo. Un comportamiento ejemplar y digno.
Y como no es posible, me frustro. No estoy a la altura. Veo a los santos como seres inalcanzables. Con superpoderes para hacer de la vida un camino perfecto y santo.
Se me olvida que Dios está en mi pequeñez. No en mi grandeza, no en mi cumplimiento inmaculado.
Dios me espera en medio de mi camino. Y yo regreso de nuevo cada vez que me alejo. Vuelvo a Él sabiendo que no merezco el perdón cuando vuelvo a casa arrepentido.
No merezco el abrazo ni la fiesta. Pero sé, como dice el salmo, que Dios es bueno: “Gustad y ved qué bueno es el Señor. Yo consulté al Señor, y me respondió, me libró de todas mis ansias”. Él es bueno.
Hago algunas cosas mal. Y a menudo vuelvo a Él porque estando lejos “me muero de hambre”. Si me quedo en mi pecado, en mi esclavitud, en mi miseria, me muero de hambre.
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Pierdo la vida y la sed es muy honda y constante. La sed y el hambre. La sed que se sacia en el pozo del corazón de Jesús. El hambre que se calma en su abrazo, en su fiesta al verme regresar.
Tengo hambre de un cordero cebado. Quisiera saciar el hambre de amor que me hace mendigo. El hambre que me vuelve ambicioso. El hambre que no me deja mirar el corazón del que sufre porque pienso sólo en mi interés.
El hambre, como la sed, es lo que me pone en camino al encuentro de Jesús. Es bueno sentir hambre para no vivir saciado e inerme.
El hambre me vuelve activo. Me hace comenzar un nuevo camino y salir al encuentro de Dios. El perdón es lo que me permite calmar mi hambre más profunda. El perdón de Dios que me mira con misericordia y me dice en su abrazo cuánto me quiere.
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“Me libró de todas mis ansias”. Es bonita esa imagen. Me libra de mis tensiones, de mis ruidos, de mis prisas.
Quiero comerme el mundo. Pero nada me sacia de verdad. Busco en mi interior, en lo más hondo. Allí Dios me calma, me abraza, me sacia.