Cuando sabes que la victoria de Dios es definitiva, poco importa todo lo demásJesús envía a sus discípulos. Les da la paz al entrar y les regala su Espíritu Santo. Les hace portadores de una misión. En la fuerza del Espíritu los manda al mundo a llevar su alegría:
“Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: – Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
Los manda con la misión de ser portadores de la misericordia de Dios. Los manda para que luego puedan hacer ellos prodigios de amor:
“Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo”.
El Espíritu cambiará sus corazones y los hará capaces de lo imposible. Dejarán de tener miedo. Tendrán paz pase lo que pase.
Ya no les importará tanto perder la vida. Quizás es el cambio que más me impresiona. Que no les importe perder la vida, nada de lo que poseen. Que no teman por sus planes, por la realización de sus deseos.
Yo vivo apegado a mis deseos, a mis planes, a mis sueños. Me aferro a ellos como un náufrago a su tabla en medio del mar. Pero los apóstoles ya no temen. El Espíritu puede lograr el milagro en esos hombres que le han perdido el miedo a la vida.
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Ya saben a quien pertenecen. Tienen hondas raíces en el corazón de Jesús. Aman a ese hombre resucitado con sus heridas abiertas. A ese hombre lleno de luz y esperanza.
Ya saben hacia dónde caminan. ¿Qué puede importarles el resto? Nada. Saben que la victoria de Dios es definitiva. Y que la muerte ha sido vencida para siempre. ¿Por qué tener miedo?
Jesús tiene las llaves del cielo y de la vida. Ha empujado la puerta del paraíso y ha quedado abierta. Ya no tiene poder la muerte. Es la hora de los vivos. Del bien que triunfa.
Es una vida eterna que ya nadie puede amenazar. Ni el demonio. Ni el mal. La victoria es de Dios. Y es definitiva. A veces vivo como si esto no fuera verdad. Como si dudara de la victoria final.
Vivo angustiado por el presente en el que sufro y amo. Me da miedo la fuerza de la oscuridad, del mal, del pecado. Tiemblo ante el poder del mal que no parece tener límites. Me angustia el futuro. Me asusto temiendo por mi vida.
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Creo que todo depende de mis fuerzas, de las fuerzas de los hombres. Mi mirada es muy limitada. Vivo con miedo cuando sé que Cristo ha resucitado en mí, en los hombres. Él está vivo. La muerte ha sido vencida.
Quiero que Jesús venga a mi vida, entre por las puertas cerradas de mi alma y me dé su paz. Él quiere que la paz esté conmigo. Quiere que se alejen mis miedos. Quiere que tenga alegría y desaparezca mi tristeza. Quiere que posea su Espíritu.
Me regala una misión inmensa. La misma que le dio a los discípulos. También a mí me envía en medio de los hombres cargado con su misericordia.
Tengo la misión de llevar su amor y su perdón a todos los hombres. Porque el hombre de hoy no conoce el perdón de Dios y tiene miedo a su justicia.
Los apóstoles reciben el poder de perdonar los pecados. Pueden ser cauce de esa misericordia infinita. Yo también estoy llamado a reflejar con mi vida esa misericordia divina. Ese perdón que Dios me regala en medio de todas mis faltas y pecados.
Ahora puedo vivir sin miedo porque su perdón sana mis heridas. Llena mi pozo vacío. Calma mi tierra reseca. Abre en mi corazón un camino de esperanza. Su perdón infinito me da paz. Su perdón inmenso. Quiero ser portador de su misericordia.
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