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¿Por qué es tan importante no reprimir las lágrimas?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 04/05/19
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Es sano llorar. Es una gracia que Dios me da para no vivir cerrado en mis sentimientos

Siempre, al recorrer los días de Pascua, queda suspendida en mi alma una pregunta: «Mujer, ¿por qué lloras?». Jn 20,11. María Magdalena llora porque no encuentra el cuerpo de Jesús, a quien tanto ama. Llora por el dolor de la pérdida. Llora la muerte de Jesús y su ausencia. El llanto precede a la alegría.

Dos veces le hace Jesús la pregunta. Y al final la llama por su nombre: «María». Seguro que en ese momento María lloraría de alegría, de emoción. Lágrimas vertidas por amor. El corazón llora.

El otro día un niño le preguntó a su madre: «Mamá, ¿la composición química de las lágrimas de tristeza y de alegría es la misma?». A ella le sorprendió la pregunta. No la tomó muy en serio. Hasta que decidió investigar. Y descubrió algo distinto.

Rose-Lynn Fisher descubrió la diferente topografía de las lágrimas vistas al microscopio. Dependía de su origen. Por tristeza o alegría. O simplemente producidas por un elemento externo. Me quedé pensando en las lágrimas. Y sus diversos orígenes.

Dicen que es un don llorar. Y no una cruz como algunos sienten. Porque en el llanto, en las lágrimas, soy capaz de verter mi dolor, mi alegría, mi tensión, mi rabia, mi angustia. Mis emociones se derraman en un mar de lágrimas.

Creo que es un don llorar. Abrir el canal que deja salir el mar profundo de mi alma. Sufro cuando lloro. Río cuando lloro. Amo cuando lloro. Deseo cuando lloro. Esas lágrimas expresan lo que hay en mi interior. A veces asustan porque tiendo a interpretarlas cuando soy testigo. No quiero juzgar las lágrimas.

Simplemente pregunto como Jesús: «¿Por qué lloras?». La pregunta despierta una respuesta desde lo más hondo del alma. El llanto siempre es verdadero. Dejo salir el alma en lágrimas. Expreso en ellas el mundo de sentimientos que tengo dentro.

Es sano llorar. Es una gracia que Dios me da para no vivir cerrado en mis sentimientos. Porque siento. Y siento con fuerza. Con hondura. Y necesito que las lágrimas broten con frecuencia. Para aligerar el peso. O expresar con más claridad todo lo que siento.

Siempre que me adentro en el alma y trato de expresar lo que vivo por dentro, lloro. Y mis lágrimas no son de pena, son del alma. Porque lo importante en mi vida va cargado de emoción. Y lo que no me importa, no trae lágrimas consigo.

Quisiera ser más empático con el que sufre. Acercarme de rodillas al que llora, como lo hace Jesús con María: «La empatía es la aventura de capturar la emoción o sentimiento implícitos de otro individuo y hacerlo resonar de tal modo que lo que se le dice sea lo que el otro está precisamente sintiendo. La empatía está dirigida a los sentimientos del otro, a su mundo implícito».

Quiero acercarme con respeto infinito a las lágrimas que veo. Sostenerlas con mis silencios. Guardarlas con mi mirada. No quiero que dejen de fluir. No pretendo calmarlas. Son la expresión más bella de sentimientos hondos para los que no bastan las palabras. Se quedan cortas. No sirven.

Para poder entender las lágrimas tengo que callar más y preguntar menos. O como Jesús, simplemente llamar por su nombre al que llora. Para que sepa que estoy ahí, aguardando, velando su dolor, su tristeza o su alegría. Como un guardián que ama, sostiene y cuida. Le pido a Dios que me regale a mí lágrimas que dejen salir de mi interior emociones guardadas.

Comentaba el Papa Francisco sobre las lágrimas de la Virgen María: «Han traído de Siracusa la reliquia de las lágrimas de la Virgen. Hoy están aquí, recemos a la Virgen para que nos dé a nosotros y también a la humanidad, que lo necesita, el don de las lágrimas, que nosotros podamos llorar: por nuestros pecados y por tantas calamidades que hacen sufrir al pueblo de Dios y a los hijos de Dios».

Y le pido a María ese don de lágrimas que dicen dejó ciego a S. Francisco, de tanto llorar por ver a Jesús sufriendo. Y yo quiero llorar por tantos que sufren. Por los que están solos, heridos, moribundos, abandonados, rotos.

Quiero llorar por los que han hecho el mal y no se arrepienten. Por tantas injusticias, atentados, asesinatos. Llorar con lágrimas de dolor por el hijo menor que se aleja de Dios y no regresa. Llorar como una madre por su hijo perdido.

Dice el Papa en otra ocasión: «El mundo nos dice: la alegría, la felicidad, la diversión, esto es lo hermoso de la vida. Ignora, mira hacia otra parte, cuando hay problemas de enfermedad, de dolor en la familia. El mundo no quiere llorar: prefiere ignorar las situaciones dolorosas, cubrirlas. Sólo la persona que ve las cosas como son, y llora en su corazón, es feliz y será consolada».

Quiero ese don de lágrimas que me haga compasivo y capaz de sentir dolor con el que sufre y alegría con el que está alegre. Un don que me deje ciego de tanto verter lágrimas por el dolor del hombre. No quiero esconder el sufrimiento. No quiero huir de él.

Mis lágrimas tienen un valor inmenso. Jesús me pregunta por qué lloro, seca mis lágrimas y me consuela. Y deja que llore a su lado. Noto su abrazo y su voz pronuncia mi nombre. Jesús me salva por dentro.

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