La olvidada gesta de un fraile soñador que acabó sus días solo y desacreditadoCuando en Nueva España se escuchaba hablar de increíbles ciudades llenas de oro y piedras preciosas, a los conquistadores se les iluminaban los ojos. No hacía ni 40 años que se había terminado la Reconquista, descubierto América y conquistado el imperio azteca: para muchos castellanos recios, criados en el terruño patrio oyendo desde niños las gestas de las luchas contra los moros, no había duda: ¡habían encontrado las siete ciudades de Cíbola y Quivira!
Los conquistadores no iban solo detrás de las riquezas materiales, iban sobre todo detrás de un sueño: la leyenda decía que cuando los musulmanes invadieron Mérida, siete ancianos y sabios obispos huyeron con todas las riquezas y reliquias que pudieron salvar, más allá de la Mar Oceana (nuestro Atlántico) a una tierra generosa y misteriosa donde habían fundado siete ciudades llenas de oro y piedras preciosas, algo así como el paraíso en la tierra.
Hubo una temprana expedición, guiada por el valiente aunque bastante vanidoso Pánfilo de Narváez, que buscaba emular la gesta de Hernán Cortés en México, explorando las tierras del Norte del Río Grande hasta La Florida.
De aquel desastroso intento, en 1536, sólo volvieron cuatro para contarlo, entre ellos el que luego sería el primer español en llegar a las cataratas del Iguazú, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y un esclavo negro al que llamaban Estebanico.
Los supervivientes dieron noticia de las leyendas que corrían supuestamente en boca de los indígenas, y que hablaban de ciudades colmadas de riqueza y sabiamente gobernadas.
Que fray Marcos de Niza, fraile franciscano amigo de Bartolomé de las Casas, diera crédito a la leyenda y decidiera encabezar una expedición de reconocimiento, con Estebanico, para localizar estas fantásticas ciudades, era lo natural. ¿Acaso no corrían los mismos españoles, al otro lado del itsmo, a buscar El Dorado entre las selvas colombianas?
Marcos de Niza volvió solo, sin Estebanico – muerto asesinado por los indios – contando que había divisado a lo lejos una ciudad más esplendorosa aún que Tenochtitlán, donde hasta la vajilla de uso corriente en los hogares era de oro y piedras preciosas.
El Virrey, Antonio de Mendoza, armó inmediatamente una expedición militar rumbo al norte, con la misión de encontrar estas fantásticas ciudades. Capitaneada por Francisco Vázquez de Coronado, la expedición salió en 1540 del actual Jalisco.
No obstante, poco a poco se fue desvelando el engaño: donde se esperaba encontrar las míticas siete ciudades, Coronado no encontró más que míseros poblados de barro y adobe, y un puñado de tribus originarias más hostiles que amigables. Envió varios exploradores en varias direcciones, pero en vano.
Marcos de Niza se vio obligado a confesar: él no había visto ninguna ciudad maravillosa con sus propios ojos, sino que había confiado en las palabras de Estebanico, cuya versión había bajado a la tumba con él.
Desanimados, los españoles se vieron obligados a volver a casa, perdiendo todo interés por las inhóspitas tierras del norte. El desdichado fraile murió poco después, solo y desacreditado por charlatán. Las siete ciudades de Cíbola siguieron perteneciendo al mundo de las quimeras, con todas sus riquezas y joyas.
Pero los españoles habían descubierto algo de lo que no fueron conscientes en el momento. Lo llamaron “gran barranca”, e intentaron llegar hasta abajo buscando agua, sin conseguirlo. El pintor Ferrer Dalmau lo inmortalizó hace unos años en un lienzo admirable:
Sí, los españoles fueron los primeros europeos en poner pie en el Cañón del Colorado, ese escenario casi mítico que hemos conocido como paradigma del Far West gracias a Hollywood.