Los expertos advierten: el desarrollo imparable de la tecnología ha contribuido de manera significativa a lo que algunos han llamado “la agonía del pensamiento”
Del mismo modo que la pobreza de vocabulario revela limitaciones en la capacidad para pensar, también la repetición artificial e irreflexiva de ideas simples que suenan bien, manifiestan la incapacidad para pensar por sí mismo y la pereza mental de nuestro tiempo, donde se busca toda clase de atajos para no pensar demasiado y evitar que se note.
Se busca que todo esté ya digerido, pronto para repetir como si uno supiera o entendiera lo que en realidad desconoce más allá de la superficie.
En forma constante recibimos sin demasiado discernimiento una lluvia de informaciones sin comprobación, de una amplia y desconocida diversidad de fuentes y se las comunica sin reparos públicamente.
No es solamente el problema de las fake news, sino cualquier contenido que, aunque sea cierto, no se cuestiona ni siquiera por qué es relevante o por qué hay que comunicarlo. Simplemente porque lo leí “en algún lugar”, o “se me dijo”, alcanza para transformarlo en una importante noticia que comunicar, aunque sea una frivolidad.
Por otra parte, el desarrollo imparable de la tecnología ha contribuido de manera significativa a lo que algunos han llamado “la agonía del pensamiento”, acompañado de un fanático y acrítico entusiasmo ante invenciones efímeras que hipnotizan, sobrevalorando excesivamente las amplias posibilidades de nuevos medios digitales.
La pereza intelectual y la aceleración de nuestro tiempo se retroalimentan mutuamente. Hoy se consumen pequeñas dosis de contenidos, “frases célebres” que dicen cosas obvias como si fueran grandes descubrimientos existenciales y cuesta mucho sostener pensamientos largos.
Hay estudiantes universitarios que estudian de los esquemas y presentaciones (PPT) de sus profesores, y ya ni siquiera toman apuntes o se molestan en leer un libro. Se consumen ideas inconexas y cuesta pensar en profundidad.
Pero el problema es mucho más profundo todavía y algunos expertos vinculan el excesivo uso y confianza en las nuevas tecnologías con la desatención de habilidades básicas de aprendizaje.
Demencia digital.
En el año 2013 el psiquiatra y neurobiólogo alemán, Dr. Manfred Spitzer, publicó un controversial libro titulado “Demencia digital” (Ediciones B), en el que después de varios años de investigación, alerta sobre las consecuencias del uso excesivo de dispositivos digitales en niños y adolescentes, y de la pérdida de habilidades cognitivas que se constatan por el uso temprano de nuevas tecnologías en el hogar y en el aula.
Insiste en que la utilización del cerebro conduce al crecimiento de las áreas cerebrales que se utilizan para una capacidad específica, como un músculo: “si se utiliza crece y se desarrolla, si no se utiliza, se atrofia”. “Nuestra capacidad de rendimiento mental depende del esfuerzo mental al que nos sometemos”.
Ofrece un ejemplo personal sobre el uso del GPS y que cuando no lo tenía, había perdido la habilidad para orientarse sin dependencia de la tecnología. Varios estudios demuestran que cada vez más jóvenes entre 20 y 30 años se ven afectados por una creciente pérdida de memoria, que no es otra cosa que la falta de ejercicio para memorizar.
Como estudioso del cerebro, insiste en la evidencia de los problemas de aprendizaje derivados del excesivo uso de las nuevas tecnologías. Porque cuanto más profundamente se estudia una materia y todos sus aspectos y cualidades, tanto mejor quedará grabada en la memoria.
“Este procesamiento intenso de todos los aspectos posibles produce la transformación de muchas sinapsis y, por consiguiente, una mejor grabación de este contenido en la memoria”.
Por ello entiende que dejarle el trabajo de procesamiento de información a los medios digitales lleva a un aprendizaje superficial y que se olvidará fácilmente. El descansarse en que la información está disponible en internet reduce la capacidad de búsqueda, de investigación y de la memoria.
En una entrevista publicada en La Vanguardia (22/10/2016) Spitzer afirmó:
“el uso de esos aparatos retrasa la madurez de niños y adolescentes, y les impide concentrarse y aprender. Lo mejor para enseñar es leer, escribir, tomar notas, trabajar con el profesor… He recogido pruebas durante años sobre los efectos de la introducción de la tecnología digital en las aulas que demuestran que perjudica al aprendizaje. El cerebro humano no es un disco duro que tiene una capacidad de almacenar X gigas de datos. No funciona así. Al contrario, si usted habla cinco lenguas, le será mucho más fácil aprender otra que a alguien que sólo sepa una. Porque el cerebro no almacena datos, sino que los procesa. Es un conjunto de redes neuronales que, al conectarse, utilizan la información que está en ellas. Por eso, cuantas más cosas sepa usted, más puntos de conexión tiene la red de su cerebro y más fácil es establecer nuevos. El cerebro funciona al revés que la memoria de un ordenador. Si usted sabe matemáticas, le será más fácil aprender física. Si usted graba la clase del profesor directamente en un archivo de ordenador, su mente, se lo aseguro, no aprende nada, porque no establece conexiones. Si los chicos usan Google y lo que encuentran no establece relación con lo que ya sabían, tampoco aprenden nada. Necesitan que alguien vaya estructurando lo que aprenden”.
Y se queja con dureza de lo hipnotizados que estamos los educadores con la innovación educativa apoyada en las nuevas tecnologías: “Lo triste es que, en los colegios, las grandes multinacionales tecnológicas han conseguido que esa juguetería digital absurda se confunda con habilidades. Las corporaciones han ganado billones y nuestros jóvenes han perdido neuronas y oportunidades”.
Cuando el contenido no importa.
A pesar del creciente uso de internet y las redes sociales, la Televisión sigue siendo un medio masivo de comunicación que modula costumbres, creencias y conductas. Cuando cada vez más lo que importa es mantener cautiva la audiencia a cualquier precio, el costo es fomentar la huida del pensamiento.
Un medio donde no importa el contenido de lo que se dice, sino la forma, lleva a que en cualquier diálogo se usen frases simples, cortas y superfluas. Varios críticos de los medios explican lo difícil que es expresar una idea clara y coherente en veinte segundos antes de ser interrumpido por el conductor o por un panelista incapacitado para escuchar.
Y antes que se caiga el rating hay que cortar al entrevistado y buscar la frase efectista, que, aunque no diga nada, tenga impacto emocional. Pensar aburre y cansa, por lo tanto, no es rentable.
El escritor y periodista argentino Sergio Sinay lo expresa con claridad y dureza: “La Televisión está hecha de programas de entretenimientos que dejan al desnudo la ignorancia terminal de participantes dispuestos a cualquier degradación a cambio de cinco minutos de fama… o noticieros donde gran parte de los informativistas ignoran lo elemental acerca de los personajes, los países y las situaciones sobre las que informan…”.
Y se pregunta: “¿la televisión es causa o efecto del vacío de pensamiento? Es causa y efecto”. Entiende que lo que se ve en la pantalla es reflejo de la sociedad en que vivimos y al mismo tiempo la televisión incentiva aquello que muestra, amplificando la esterilidad del pensamiento, como un círculo vicioso. “En una sociedad mediatizada, los que piensan pierden”.
Coraje para pensar.
Muy poco se repara en que la atrofia mental en la que muchos están sumergidos y en que la falta de perspectiva, profundidad y visión en tantas instituciones, tienen más que ver con el abandono del pensamiento reflexivo, que con la complejidad de los problemas.
Pensar con detenimiento exige tiempo, sacrificio y esfuerzo. Pensar en forma crítica y libre, no quedándose en las apariencias o en conclusiones fáciles, trae conflictos y se vuelve una forma incómoda de estar en el mundo. Salir de la masa para pensar por uno mismo, discernir las propias decisiones y no quedarse en lo que dice la mayoría o el poder de turno, exige coraje y determinación.
Para pensar crítica y reflexivamente no solo hay que leer titulares o libros de autoayuda con recetas mágicas para lograr nuestros objetivos. Para pensar en profundidad hay que leer clásicos de la literatura y la filosofía, obras que expandan nuestro horizonte mental y nos rescaten de la superficialidad.
Para ello también hay que incluir en nuestras conversaciones temas más profundos, atreverse a hacerse preguntas que nos dejen pensando con mayor complejidad y no querer tener respuestas rápidas para todo.