San Pablo el eremita tenía miedo de morir, pero encontró su propio camino a la paz Es una inclinación natural temerle a la muerte. Muy pocas personas pueden abrazarla y aún menos permanecerán en un lugar donde su vida esté amenazada.
Tales fueron los pensamientos de san Pablo el ermitaño, un hombre santo que vivió en Egipto durante el siglo III. Vivió durante una época tumultuosa en el Imperio Romano y escuchó las horribles historias de personas asesinadas por su fe cristiana.
Se asustó y cuando escuchó que su cuñado lo iba a entregar a las autoridades romanas, hizo lo que cualquier ser humano normal haría.
Salió corriendo de allí tan rápido como pudo.
San Pablo huyó al desierto y encontró una cueva donde esperaría pacientemente que finalizara la persecución de los cristianos. Su intención era quedarse allí por un tiempo y luego regresar al mundo.
Sin embargo, no esperaba enamorarse de la cueva y del aislamiento solitario que le dio. Más bien disfrutaba pasar sus días en oración y comiendo simplemente solo en el desierto.
Permanecería en esa cueva por el resto de su vida y fue conocido más tarde como el primer “ermitaño” que se dedicó a Dios de una manera solitaria.
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Es un recordatorio perfecto de que Dios siempre está con nosotros, incluso cuando intentamos huir de hacer un sacrificio.
San Pablo nunca pensó convertirse en ermitaño, pero Dios usó su miedo al martirio para llevarlo al desierto para un martirio diferente, uno que lo llevaría a las alturas de la santidad.
Dios nos conoce mejor que nosotros mismos y nos guiará a la santidad de una manera que esté de acuerdo con nuestros dones, talentos y personalidad. Cada uno de nosotros es diferente y Dios lo reconoce, dándonos a cada uno un camino único al cielo.
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