La integración de las personas con capacidades diferentes no es algo de lo que se “descansa” en vacaciones: es una actitud vital.Esta semana se hizo viral la historia de Inés, una niña que fue expulsada de un campamento por sus necesidades especiales. Su madre cuenta que tuvo que ir a buscar a su hija al campamento después de que unas niñas y sus madres exigieron no compartir habitación con ella. Al parecer la directiva le dio dos opciones: dormir con una monitora o retirarla del campamento. Las redes han explotado con indignación y apoyo para esta familia, y se ha visibilizado un problema muy común para las familias como las de Inés: la integración de niños diferentes en actividades cotidianas.
La integración está muy de moda, muchas escuelas e instituciones se ufanan de ser inclusivos y de integrar a personas con distintas capacidades, sin embargo, a menudo la integración se observa como una asignación o una tarea más, y no como una actitud de vida.
Para esas madres, de la integración en el cole hay que descansar
En el caso de Inés, las madres expresaron a los directivos del campamento que sus hijas asistían a un colegio con integración y que merecían “descansar y divertirse” en su verano. Para estas niñas y sus madres el convivir con personas distintas no es parte de una vida normal, para ellas la integración es algo que hay que soportar algunas horas al día, y algo de lo que hay que descansar.
Esta no es una verdadera integración, es solo una apariencia de inclusión. La verdadera integración supone entender que todos somos diferentes, y que esas diferencias nos enriquecen. Es entender que, aunque tengamos capacidades distintas, todos tenemos algo que aportar al mundo. Es aceptar que, aunque el otro no entienda como yo, no se exprese como yo, o no se comporte como yo, es igual de valioso e igual de digno que yo.
Muchas veces, sin querer, los padres podemos caer en estas actitudes: cuando mantenemos el entorno de nuestros hijos lo más homogéneo posible, cuando los protegemos de relacionarse con personas distintas, cuando solo ven diferencias en momentos asignados para obras de caridad o filantropía, cuando los enseñamos a ser cordiales y educados con niños diferentes pero no los animamos a establecer verdaderas amistades con ellos. En resumen, cuando no los enseñamos a querer a los demás.
La verdadera integración supone querer, ser amigos. Porque cuando somos amigos no nos cansamos, no vemos al otro como una carga que hay que soportar o de la que hay que descansar. Cuando somos verdaderos amigos queremos siempre el bien de nuestro amigo, y reconocemos en él todo lo que puede aportar a nuestra vida.
Una oportunidad perdida
Estoy segura de que, si le hubiesen dado la oportunidad, Inés hubiese aportado mucho a esas niñas, a sus monitoras y al campamento en general. Y también estoy segura de que los que más salen perdiendo con la partida de Inés son los que se quedaron en el campamento y no precisamente Inés. Porque perdieron la oportunidad de abrir su corazón, y de aprender a querer, y eso vale más que cualquier clase de inglés.
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