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Cardenal Jaime Ortega, custodio y testigo de la Palabra

JAIME ORTEGA ALAMINO
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Macky Arenas - publicado el 30/07/19
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Su oficio apostólico lo proyectó como el prelado más destacado en la Cuba de las últimas décadas

Remó “mar adentro”, como recomendaba el Papa Juan Pablo II. Y lo hizo en el océano proceloso de su pequeña nación, contaminada de ateísmo y sometida bajo el férreo dominio comunista durante más de sesenta años, de los cuales 20 fue responsable de la grey cubana.  Desde 1982 ejerció su ministerio pastoral como Arzobispo de La Habana.

La Iglesia Católica cubana ha sido la institución que se ha mantenido más firme y solidaria al lado del pueblo cubano. Remar más adentro no ha sido fácil. Cada decisión tomada pensando en el bien común y la preservación de presencia de la Iglesia y sus enseñanzas, era incomprendida por quienes preferían otra opción.

Los regímenes que dividen y reducen al ser humano polarizan las opiniones y exaltan los espíritus. Así se fortalecen y así se consolidan. Ocurre dentro y fuera de Cuba. La conciencia de esa realidad, que añadía otras dificultades a la compleja  e ingrata tarea que se desarrollaba en la isla, hizo declarar un día al recordado -preclaro y expulsado por Castro de la isla a principios de la revolución- obispo cubano Eduardo Boza Masvidal: “Es fácil opinar y juzgar desde Miami. A la Iglesia cubana hay que quererla, comprenderla y ayudarla”. Ello no excluye, obviamente, la  crítica y el cuestionamiento, pero sí llama a la caridad.

La “Iglesia del silencio”…pero fiel

El contexto donde se movió el cardenal Ortega fue pantanoso. No sólo tuvo que soportar, durante su juventud, un período de trabajos forzados en aquellos campamentos que la dictadura disfrazaba de sacrificio “debido” a la revolución, sino que junto a los suyos vivió todas y cada una de las penurias que soportaba la familia cubana.  Recordaba en sus conferencias aquellos aciagos momentos en que, instaurada en Cuba una realidad sociopolítica feroz -1959-un buen número de católicos, entre muchos otros cubanos, dejaron el país para establecerse en otras tierras. Un centenar y medio de sacerdotes fueron obligados a emigrar comenzando la década de los 60.

“Pero el pequeño cristiano –contaba el cardenal- que se quedó en Cuba echó pie a tierra con quienes permanecían en la isla (…) se produjo un tipo de comunidad eclesial viva, vibrante en sus celebraciones, agrupada sólidamente en torno a sus pastores, quizá replegada sobre sí misma, pero fiel y orgullosa de su fidelidad”.

Durante aquellos años se hablaba a veces de “la Iglesia del silencio” en Cuba, pero la comunidad católica permanecía activa. Y el cardenal Ortega predicó siempre para fortalecer lazos y plantar doctrina valorando  aquellos testimonios que preservaron la unidad de la Iglesia cubana durante ese azaroso período: “Obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos enfrentaron aquella difícil situación cohesionados como en una gran familia. No puede dejarse de destacar la catolicidad de la Iglesia como factor determinante para mantener su fidelidad en momentos difíciles. La adhesión de nuestra Iglesia al Papa, su profunda comunión con la Santa Sede, por el hecho de haber mantenido Cuba y la Sede Apostólica relaciones diplomáticas que posibilitaron siempre la presencia del representante papal en La Habana, constituyó para la Iglesia en Cuba una especie de ventana abierta a la Iglesia universal. A través de ella pudo sentir los aires nuevos del Concilio Vaticano II y recibir luz y esperanza por varios modos diversos”.

Abrir a Dios una cuenta en blanco

En un contexto opresivo, era complicado cuestionar la misma libertad, preguntarse de qué lado está la santidad y de qué lado el pecado. Se remitió a las sabias palabras del Papa Pío XII en su mensaje de octubre de 1946 cuando se le oyó decir, al pontífice, que tal vez el mayor pecado del mundo consistía en el hecho de que los hombres han empezado a perder el sentido del pecado. Fue premonitora la sentencia en 1946 y hoy es más, es lapidaria por evidente y preocupante.

El cardenal Ortega lanzó un dardo: “Nunca más que hoy el hombre ha hablado y reclamado libertad, pero al mismo tiempo nunca como hoy ha tenido menos libertad (…) El ser humano está hoy más condicionado por la propaganda, por la ideologías, por las urgencias de las cosas materiales (…) Hoy hay más temores que nunca a ser robado, asaltado, agredido, encarcelado, multado. Curiosamente, el hombre es tan poco libre, que rechaza cualquier cosa que sienta le pueda quitar un poco más de libertad. Por eso no se comprometen el hombre y la mujer de hoy en matrimonio, tienen miedo de entregar su libertad el uno al otro para toda la vida. También experimenta miedo el ser humano a entregar su corazón a Dios, a abrirle una cuenta en blanco” (Catedral de La Habana, 28-III-2001).

 

JAIME ORTEGA

ADALBERTO ROQUE | AFP

Urgencias que desbordan

Pendiente de sus sacerdotes y de las angustias que asiduamente debían escuchar y que afectaban anímicamente a todos a quienes servían y para quienes debían estar siempre disponibles, él tenía respuesta para las preguntas ante las cuales existía el riesgo de sentirse impotentes.  Qué decir al hombre que se quedó sin trabajo, a la madre desesperada que no encuentra el medicamento para su hijo enfermo, al joven que no quiere irse a una escuela en el campo y se queda sin alternativa de estudios, a la señora que queda embarazada y le exigen abortar y cómo manejar el dolor al despedir continuamente a los que abandonan definitivamente el país. Preguntas que traspasan el alma pero que forman parte de la cotidianidad del cubano.

En la Misa Crismal en la Catedral de La Habana –marzo de 1996- decía en la homilía: “En estos días asistimos a la rifa de la vida y del destino de miles de hombres y mujeres que escriben sus nombres en apresuradas cartas con la esperanza de ser elegidos para dejar su tierra natal. Pocos resultarán seleccionados, pero todos los que tomaron la decisión de entrar en la rifa de su futuro  -se lamentó- ya no tienen la mente y el corazón aquí y se instalan en una provisionalidad que puede durar mucho tiempo. Hacer depender del azar el futuro personal o familiar es trágico, sobre todo para los jóvenes”. Y asomaba una preocupación  centrada en la ausencia de trabajadores que anuncien la Palabra Divina y de catequistas para el seguimiento de quienes han sido iniciados en la fe. Para ello también tenía una orientación: “La acción pastoral de la Iglesia no se concibe hoy sin la presencia activa de los laicos. Sin un laicado comprometido que sea sal de la tierra y luz del mundo, la presencia y la misión de la Iglesia queda forzosamente disminuida. Y cuando se agolpan las preocupaciones y se añaden a las cargas pastorales exigiendo del sacerdote un mayor esfuerzo interior por parecerse en todo a Cristo, se hace más necesaria una vida de oración anclada en lo esencial de nuestra consagración a Dios en Cristo Jesús para el servicio de los hermanos”.

El mensaje de Jesús es desestabilizante

En la celebración de la Jornada Mundial por la Paz, en enero del año 2000, el prelado hizo gala de un magisterio sólido y claro, predicando así: “La Iglesia necesita no solo espacio y libertad, sino que la naturaleza de su misión sea respetada y valorada. Es verdad que, en muchas ocasiones, un proyecto humanista de tan altos contenidos lleva consigo una crítica de las situaciones que, por contraste, resultan deshumanizantes (…) La crítica solo es creíble y legítima si se tiene atención a la metodología cristiana, si se basa en estudios rigurosos y si es históricamente posible (…) La Iglesia no exhorta ni esgrime con insolencia argumentos contra el mundo. Propone valores y los fundamenta en su propia fe, pero no como quien habla desde fuera del peligro, sino siguiendo la ley de la encarnación, desde dentro de la sociedad y como participante activa en la misma”.

Y no tuvo reparos en enfatizar: “Aún cuidando todos los reclamos evangélicos en el contenido y en la metodología para transmitirlo, el mensaje de Jesús es desestabilizante, y lo es para nosotros mismos”, precisó.

La Iglesia  en Cuba: signo de comunión 

En 1985, cuando la Arquidiócesis de La Habana vivía su gran reflexión eclesial, el cardenal Jaime Ortega contribuía a renovar el entusiasmo por el futuro inmediato que se abría a la misión evangelizadora y al trabajo pastoral que siempre sobrecoge por la magnitud de la empresa, sobre todo teniendo en cuenta las debilidades personales y comunitarias de una Iglesia en desventaja para vivir decididamente el riesgo de la fe. Eran tiempos de crisis, cuando la validez de la religión como factor positivo inspirador de la vida es impugnada. “Nuestra misión es que Cristo sea libremente conocido, amado y seguido. No queremos parecernos a un círculo de iniciados, sino seguir  los pasos del Cordero de Dios, y correr los riesgos que Él ofreció a quienes quieren ser sus discípulos”.

Y trazó la meta: “La Reflexión Eclesial Cubana se propuso desde sus inicios como meta y lema –recordó- que la Iglesia debía ser en Cuba signo de comunión en medio del pueblo del cual forma parte. Esto quiere decir que los católicos deseamos vivamente poner todo el dinamismo del amor cristiano al servicio de la sociedad como elemento conciliador que propicie la unidad y el diálogo”.

Y su contribución personal como pastor discurrió en esa línea: si algo no podrá negarse al cardenal Ortega es su rol preponderante en los esfuerzos que llevaron a la ruptura del aislamiento entre Cuba y los Estados Unidos lo cual, si no trajo una  apertura inmediata -deseada y merecida para el pueblo cubano- a la libertad y la democracia plena, sin duda ha representado un paso significativo en la propuesta que dejó el Santo Padre Juan Pablo II en su primera visita a Cuba: “Que Cuba se abra al mundo y que el mundo se abra a Cuba”.  Queda ir decantando esa apertura y modelando el sistema político de libertades a Cuba aspira y que, por demás, sólo es posible luego del desmontaje inteligente y progresivo de un comunismo mineralizado a lo largo de 60 años.



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