Están confiscando crucifijos, pero la religión es la única sartén que no pueden tomar por el mango
La decisión se ejecutó. Todo peligrosamente parecido a lo que ocurre en Venezuela. Un régimen cruel causante de la crisis que hoy vive ese país, con su saldo de cientos de muertos, presos y desaparecidos, sin dar explicaciones porque son “la ley y la trampa”. Daniel Ortega, el dictador de Managua, decomisó 200 crucifijos que serían distribuidos entre los fieles cristianos.
Como en la mejor escena de El Padrino, mientras las autoridades nicaragüenses confiscaban los crucifijos y un papel que contenía la «Oración de ofrecimiento por Nicaragua», Ortega concedía una entrevista en la que afirmaba que en el país «hay la más absoluta libertad religiosa».
Al igual que en Venezuela: al tiempo que los derechos se violan de la manera más flagrante, el mandante usa su poder mediático para proclamar que ocurre todo lo contrario. No es cinismo, es arbitrariedad.
Al igual que en Venezuela, para Maduro, el rechazo abierto de las mayorías contra el Gobierno es para Ortega un «golpe de Estado fallido»; acusan a los manifestantes -exiliados o no- de querer «derrocarlo por la vía de la violencia », cuando en realidad se trata de protestas cívicas.
¿Por qué la emprenden contra la Iglesia y la religión? Por miedo. La democracia es debate; la dictadura es silencio. El soporte de una dictadura es el control. A lo único que teme un dictador es a lo que no puede controlar. Con la fe del pueblo no pueden, como tampoco con sus signos y símbolos. Pueden encarcelar pero no pueden arrebatar la esperanza que todo cristiano cultiva y mantiene. El cardenal venezolano Rosalio Castillo Lara -ya fallecido- reveló en una oportunidad que Gorbachov le confesó al Papa Juan Pablo II en su visita al Vaticano: “Hicimos todo lo posible durante 70 años para arrancar a Dios del alma de la gente…y no pudimos”.
La cruz es un gesto que podemos hacer cada vez que queramos, hasta reproducirla mentalmente o dibujarla en nuestra piel. Ella está en el corazón y en el alma. De igual manera que la confianza en ella no se desgasta como un gobierno ni se confisca como si de una propiedad cualquiera se tratara. Testimonio vivo de ello es el caso del cardenal Van Thuan, preso casi una vida en Vietnam comunista, quien celebraba misa diaria, desarrollaba la liturgia completa en su celda y consagraba con un trocito del pan que tenía casi por todo alimento.
Para estos dictadores tutelados por Cuba, el crucifijo no tiene un significado sublime, espiritual, sino un producto de manipulación que se utiliza como un instrumento para lograr sus oscuros fines. Y la verdad es que, a pesar de ello, sus regímenes y sus vidas no han terminado nada bien. Las creencias que los mueven están vinculadas a poderes ocultos, prácticas que no son precisamente religiosas.
Para ellos, la cruz es un objeto-fetiche. Todos pudieron ver cómo Hugo Chávez, en sus momentos difíciles, blandía una cruz en las pantallas de televisión que su gente, entre dientes, revelaba que antes había pasado por ritos nada sagrados. Igual hace Maduro. Todo el mundo sabe que pertenece a la corte de Sai Baba, pero con un pueblo católico se ve obligado a mencionar, de tanto en tanto, a Cristo y a la cruz. Nadie le cree.
Se buscan médiums y contratan brujos. Sacrifican animales, preparan brebajes y recurren a lo que sea con tal de contrarrestar a la religión, la única sartén que no pueden tomar por el mango. La alternativa es vender el sofá, como el chiste aquél del hombre que se deshacía del sofá donde su mujer lo engañaba. No es solución.
Y en chiste se queda el intento puesto que no por robar unas cuantas cruces recuperará Ortega la confianza del pueblo y menos confiscará lo inconfiscable: la fe de las personas la cual, por cierto, se fortalece en la adversidad. Si no, pregunten a los mártires, cuya aparente desgracia no hace sino despejar el camino a la Gloria y sembrar la tierra de buena semilla para la cosecha de más fieles.
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