Todos los días tenemos que apostar entre realizar nuestros mejores sueños o nuestros peores deseos
Ser hombre es una aventura muy ambivalente. A veces queremos tener todo y otras veces nada. Casi siempre queremos controlar nuestro destino con la esperanza de atrapar nuestra felicidad. Pensamos que poseer nos dará la clave para estar seguros y tranquilos, pero cuando miramos bien, nos damos cuenta de que no tenemos nada y no estamos en paz.
En el corazón del hombre se albergan los sentimientos y deseos más puros, y también crecen las más grandes tristezas, pasiones y contradicciones.
Pascal definía al hombre como “juez de todas las cosas; estúpida lombriz de tierra; depositario de la verdad; montón de dudas; gloria y desperdicio del universo”. Y es que el hombre es todo eso y mucho más.
Por eso, la verdadera aventura y la verdadera gloria de los humanos consiste en vivir sabiendo que podemos ser ese “desperdicio”, o ser esa “gloria del universo”.
Todos los días nos vemos obligados a apostar. Y, ¿cuáles son las claves de esa apuesta? Pues literalmente elegir lo que tenemos de animal o lo que tenemos de racional. Apostar por el egoísmo o por la generosidad. Elegir entre una vida bien vivida o una vida arrastrada. Optar entre vivir despierto o vegetar. Empeñarse en realizar nuestros mejores sueños o nuestros peores deseos.
Todo hombre tiene que hacer estas opciones y cada uno tiene que hacer la propia, sin la excusa de que el mundo o las circunstancias no le dejaron.
Vivir es apostar y mantener la apuesta. Es lanzarse al vacío muchas veces y otras veces optar por lo seguro. Es discernir en cada momento cuál camino elegir, aunque en ocasiones la vida elija por nosotros. Es saber recorrer este camino con total libertad, aunque no todo lo que encuentre sea de mi agrado. Es ir por los caminos de mi existencia, aunque muchas veces estos no respondan al plan original y perfecto que me había trazado, y sabiendo que este camino no responderá a todas mis expectativas.
La clave está en no dejar la apuesta en la primera esquina, en no desesperar. Es obvio que nos vamos a desanimar, que nos va a doler, que no vamos a poder hacer todo como quisiéramos… Para no desfallecer hay que tener paciencia y mirar a Jesús. Decir: “Señor aquí estoy, ¿qué quieres que haga” y el auxilio vendrá.
San Agustín decía que el hombre es capax Dei, “capaz de Dios”. Capaz nada menos que de Dios, pero también capaz de un vacío que, precisamente por esa grandeza, sería casi infinito.
Por eso se trata de elegirlo a Él todos los días. Se trata de ser capaz de llegar a Dios en este camino infinito que es mi propia existencia. Ser capaz de dejar que Él sea quien camine conmigo.
Es doloroso ser hombre, nada en nuestra vida está dicho y tendremos que andar para hacer camino, pero con Jesús hay una senda que ya está marcada.
Caminar hacia lo que deseamos es una empresa seria, un asunto muy relevante al que vale la pena ponerle todos nuestros sentidos y nuestro corazón, pues como dijo Martín Descalzo en su libro “Razones para vivir”: “Me asusta ser hombre. Me entusiasma y me asusta. A lo que no estoy dispuesto es a engañarme, a pensar que esto es un jueguecito sin importancia, que los años son unas fichas de cartón que nos dieron para ir entreteniéndonos mientras cae la tarde”.