Un milagro hizo que llegaran a Venezuela y su nieto nos contó esta alucinante historia. El reencuentro de una familia golpeada por las guerras.Durante la Guerra Civil española las fuerzas de Franco se aprestaban a tomar el País Vasco pues allí estaban las acerías, armerías y los astilleros. Cuando ya se vislumbra que no van a poder frenar al Ejército Nacional, los comunistas y anarquistas deciden sacar a los niños. Eran cántabros, mucho vasco, algún en desastre pero creen que finalmente ganarán la guerra y recuperarán después a sus hijos. Eran aproximadamente 27 mil niños. No todos fueron a Rusia. Los más pequeños fueron enviados a Francia, un grupo grande que fue a México y entre 15 y 17 mil fueron a Rusia.
Llegaron “invitados” por el Partido Comunista soviético. Entre ellos iban dos niños, uno de 8 años y otro de 6, el padre y el tío de quien cuenta la historia para Aleteia: John Lartitegui, abogado y periodista venezolano. “Mi abuelo se quedó y lo hicieron preso. Los más chiquitos, mis tíos Javier y Miren, fueron a dar a Francia con su mamá”.
Primero fue Odessa
Corría el año 1937. Los montan en un barco y llegan, junto a otros miles de niños, a Leningrado. Los invita el partido porque eran todos hijos de comunistas y anarquistas españoles. “Como puedes imaginar, los tratan muy bien. Papá cumplió los 9 años en Rusia y contaba que, como bienvenida, les hacen un desfile militar a los niños, por todo lo alto, como si de ilustres visitantes se tratara. Luego, los ubican en Odessa, al sur, la zona más templada de Rusia para que no pasaran tanto frío. Vivían en unas casas en condiciones materiales excelentes. Todo con el fin de aminorar el impacto de no tener a sus padres siendo tan pequeños. Tenían clases de ruso y alguna que otra religiosa apareció por allí para cuidar de ellos, pero todo siempre milimétricamente controlado por el partido comunista”. Obviamente, estaban mucho mejor que cualquier niño ruso promedio, comían y se vestían mejor, excelente atención médica, muy buena educación, eran el estamento privilegiado, “los hijos de la elite”, define John.
La hecatombe
Todo iba muy bien hasta que Hitler atacó Rusia. La hecatombe. Los muchachos son metidos en trenes y la marcha era hacia atrás, huyendo de los alemanes que entraban acabando con todo. La cosa se les puso muy difícil a esas alturas, se desarma el tinglado y la vida de normalidad desaparece para dar paso a una tremenda incertidumbre y toda clase de calamidades. “Pasaron necesidades terribles –dice John- sin embargo, el gobierno ruso siempre los mantuvo un poquito mejor que al resto”. La guerra era atroz, de exterminio, con los alemanes siempre pisándoles los talones. Los niños son continuamente trasladados y viven en diferentes sitios, siempre siendo evacuados de tanto en tanto. Los inviernos rusos, duros y gélidos, acrecentaban el desastre. Pasaron hambre y necesidades. Algunos murieron en refriegas. Los más grandecitos fueron asimilados a escuelas de oficiales rusos. Hasta 1945, al final de la guerra, cuando el padre de John eran un joven de 17 años.
“La etapa formativa de mi padre, desde los 9 hasta los 17 años se desarrolló en Rusia. Hablaba, leía y escribía ruso a la perfección. No sabía nada de sus padres ni del resto de la familia. Por el camino, mi abuelo, que había estado preso, le conmutan la pena y viene con su gente a Venezuela, país que recibió muchísimos exiliados españoles, especialmente vascos y socialistas que venían huyendo del franquismo. Vino con sus dos hijos pequeños, pero los grandes permanecían en Rusia, a donde los había enviado y de los cuales no sabía absolutamente nada”.
Una vez en Venezuela, el Señor Lartitegui comienza pronto a trabajar y la familia pronto se aquerencia con este país de acogida. Mientras tanto, los hijos mayores seguían en Rusia, el padre de John trabajando como tornero en una fábrica de aviones de guerra llamada Yacovlev y el hermano más pequeño en una granja. Siempre se cuidaron los soviéticos de que los niños españoles no se desperdigaran y estuvieran siempre juntos. Las condiciones de trabajo eran terribles para todo el mundo, no sólo para ellos. Las consecuencias de la guerra igualaron a toda la población en la penuria y las carencias. “Hay que hacer esa salvedad, todos vivían mal, aunque mi padre y mi tío sobrevivieron, a duras penas pero lo hicieron y no les faltó oficio”, precisa John.
El milagro que reúne a la familia
John y sus hermanos, creyentes y tan venezolanos como la arepa, hoy recuerdan la parte hermosa de la historia, el reencuentro, como “un milagro”. A nuestro interlocutor se le iluminan los ojos y, en este punto, el entusiasmo por su relato crece. A la pregunta de “¿cómo fue que llegaron a Venezuela?”, la respuesta es inmediata: “¡Eso sí que fue un milagro! –exclama- .
Al llegar a Venezuela el abuelo no podía ejercer la medicina pues no había hecho la reválida de ley. Hay que agregar que los dos abuelos eran médicos y tenían postgrados y especializaciones. “Mi abuelo materno, con postgrado en el Instituto Pasteur de París y mi abuelo paterno egresado en Obstetricia en la Universidad de Hamburgo, Alemania”. Eran profesionales de un gran nivel. Si bien no podían ejercer, reconocieron sus conocimientos y los asignaron al hospital de La Guaira en el litoral caraqueño, donde comenzaron a ambientarse, con tiempo para cumplir con sus reválidas. Más tarde, el abuelo de John sería nombrado director del Hospital Pérez Carreño, uno de los más importantes de la capital.
La “causalidad”
Por pura casualidad –que para John es “causalidad” de Dios-, en un evento en Caracas el año 1944, su abuelo conoce a un diplomático llamado José Antonio Marturet. Comienzan a conversar y Marturet le refiere que está por salir hacia Moscú como embajador de Venezuela. El médico de origen vasco le cuenta su historia y gran su dolor por no saber nada de sus hijos que supone aún allá. Le dice la edad que deben tener, sus nombres (Juan y Jesús) y les muestra la única foto que conservaba de ellos, muy pequeños. Le ruega su ayuda y Marturet le promete hacer todo lo que pueda, una vez en Moscú. En aquella inmensidad de ciudad y con el sistema de silencio que imperaba allí, parecía poco probable, pero el abuelo de Jon abrigó esperanzas.
Aún estaban en guerra pero los alemanes retrocedían y se podía viajar a Rusia pues habían logrado cierta estabilidad. En mayo de 1945 termina la guerra en Europa y Marturet está allá como embajador de Venezuela. Cierran las fábricas de aviones de guerra y se reconvierten en industrias civiles. A los hermanos Lartitegui los envían a Moscú, junto a otros “niños de Rusia”, como los llegaron a llamar. “Mi tío Jesús tenía un amigo, un joven como él, hijo de un comunista colombiano –continúa John- que vivía en el mismo albergue. Se hicieron amigos. En aquella época, todas las embajadas latinoamericanas funcionaban en el mismo edificio.
Un auspicioso encuentro
Y aquí viene el milagro: el colombiano va a su embajada a buscar quién sabe qué papel y está el embajador de Colombia conversando con José Antonio Marturet en un salón. En la búsqueda de los papeles que el colombiano requería, Marturet hace el siguiente comentario: “Caramba, un médico español que vive en Venezuela me pidió el favor de ubicar acá a dos de sus hijos a quienes no ha visto por años. Quiero dar con ellos pero no sé cómo hacer. Son de apellido Lartitegui…”. El joven colombiano informa en el acto: “Señor, yo soy amigo de Jesús Lartitegui”. Marturet da un salto y le dice: “Cómo!!!, por favor, dígales que mañana mismo quiero verlos en mi despacho”.
“Papá y mi tío, que podían haber estado en Kasajistán del Norte y jamás habrían sido localizados –dice John quien aún se asombra- escuchan el pedido de Marturet a través de su amigo colombiano. ¿Qué es Venezuela, preguntaban, un país? ¿Dónde es eso?. No entendían por qué el embajador venezolano los llamaba pero se presentaron al día siguiente.
El embajador Marturet les habla de su amistad con su padre, les dice que su familia vive en Venezuela, les explica dónde queda ese país y les asegura –sin saber muy bien de qué manera- que los enviará allá. Ellos no salían de su extrañeza, no sabía que tuvieran familia, ya se consideraban rusos, involucrados afectivamente con esa cultura y con sus actividades y amistades soviéticas. Ellos pusieron cierta resistencia ante la novedad y la propuesta.
La serena presencia de ánimo de un embajador
No obstante, vuelven a la embajada pues Juan, el mayor, le dijo a Jesús: “Debemos aceptar, cualquier lugar es mejor que este para vivir”. Una vez conocida la decisión de los muchachos, el embajador Marturet comienza a organizar la salida. Recibe una primera advertencia de la policía rusa: con el pequeño no había problemas pues había trabajado en granjas; pero con el mayor, el padre de John que conocía de aviones, la cosa fue tajante: “Este no sale de Rusia, bajo ningún concepto!”.
Marturet, con muy buen tino, los llamó al consulado y los apremió: “Vengan con lo que quieran llevarse. Ustedes de aquí no salen más, sino para Venezuela”. No tenían muchas pertenencias, tal vez un abrigo y algunas pocas cosas. Los recibe en la embajada, los nacionaliza venezolanos y dota a cada uno de un pasaporte venezolano. Acto seguido, cuadra un barco norteamericano que saldría de Arcangel, el único puerto del Norte que no se congela en invierno.
El día en que el buque zarparía, introduce a los dos jóvenes en el vehículo de la embajada. Al salir, los detiene un agente de la NKVD –precursora de la KGB- . Lo increparon: “Este joven no sale de Rusia”. Marturet, haciendo gala de una gran sangre fría, le dijo: “Ustedes están equivocados, estos jóvenes son venezolanos y yo soy el embajador de Venezuela, tengo inmunidad y estos señores están bajo mi protección, de manera que sí se van”.
Recorrieron el trayecto hasta el puerto, “dos semanas en auto, con la NKVD pegados atrás –cuenta John- no podían siquiera salir del auto que era su única protección por estar bajo inmunidad diplomática”. Pero los rusos nada pudieron hacer. El embajador los embarca y es así como salen de Rusia. Era invierno, los puertos acabados, los mares minados y procelosos por lo que tardaron tres meses en llegar a Filadelfia.
Una felicidad que no conocían
Se las arreglaron como pudieron. Juan se dio cuenta de que en la cantina del barco se vendían cigarros y golosinas y las iba comprando. En cada puerto que paraba se bajaba, las vendía, compraba otra vez y, una vez en el barco, revendía. “Una especie de mercado negro que le permitió a papá, que había salido de Rusia con $100 llegar a Estados Unidos con $1000, lo cual lo ayudó a arrancar”. A fin de cuentas, era un sobreviviente.
Los hermanos conocían por primera vez la felicidad de la libertad. “Al llegar a Filadelfia se maravillaron de la cantidad y variedad de autos que veían por la calle. Tantas cosas nuevas que quedaron en shock”, relata John divertido. Bajan a Nueva York, toman un vapor y así llegan a Venezuela.
Reencuentro en Caracas
De repente, vieron a un hombre que se les acercaba en el muelle. Era su padre. Supieron que la madre había muerto. Triste, pero quedaba su hermano pequeño de 12 años y su hermanita de 9 que acudieron también a recibirlos. Su padre les pareció muy alto. Tenía barba. Jamás habían visto su rostro, no tuvieron nunca fotos. No podían creer que esa fuera su familia. No era fácil asimilarlo. Preguntaban y el padre les daba las respuestas correctas. Eso facilitó entrar e confianza y creer lo que parecía increíble.
“Los primeros tiempos vivieron junto a la familia, pero la convivencia, según contaba papá, era entre absolutos desconocidos. Mi abuelo quería que hicieran carrera universitaria pero papá se dio cuenta de que en Venezuela la Topografía daba mucho dinero y por allí se fue. Mucho más adelante se graduó de ingeniero. Fue constructor, ganadero. Rápidamente progresó, hizo su vida, formó su familia. Nacimos nosotros tres, dos hermanos y una hermana, de los cuales soy el mayor. Nos criaron como niños caraqueños, de clase media acomodada. Papá adoraba a Venezuela. Era un venezolano, con su español de acento vasco pero, siendo vasco, jamás fue miembro del Centro Vasco de Caracas. Él no tenía ese arraigo. Vivió 7 años en España, 9 años en Rusia y 70 años en Venezuela…era venezolano, totalmente venezolano!”, remarca John.
El comunismo no sirve
El padre de Jon estaba convencido, ya desde sus duros años en Rusia: el comunismo no sirve, “esa gente está loca” –decía-. No era especialmente religioso, más bien ateo, pero no podía ser otra cosa, esa fue la formación que recibió en Rusia. Los hijos fueron a colegios laicos, pero su madre les inculcó la fe y se ocupó de que se bautizaran e hicieran su Primera Comunión. La madre de Jon era una dama muy inteligente, llegó a Venezuela con dos años de edad y fue la primera mujer graduada de economista en la Universidad Católica Andrés Bello. Summa Cum Laude. “Allí fue donde papá se picó (expresión que significa se sintió provocado y reaccionó) y comenzó a estudiar Ingeniería, graduándose de Ingeniero Civil”. El señor Lartitegui fue un hombre muy exitoso económicamente; también en lo familiar: hizo una familia bella, sin traumas. “El pasado es el pasado”, decía. “Era feliz, viajaba en su avioneta por toda Venezuela. Gracias a Dios no cultivó rencores ni nos heredó amarguras”, se alegra John.
“Yo soy hijo de un niño de Rusia –termina- y no sabes cómo celebro que mi familia haya venido a Venezuela y que seamos venezolanos”. Y remata con esta lapidaria frase: “el comunismo no siempre mata pero siempre miente”.