¿Qué tienen en común Juan Pablo II y “La ascensión de Skywalker”?
El 22 de octubre de 1978 el balcón más importante de la Cristiandad dejó que todo el mundo escuchase las primeras palabras del polaco Karol Wojtila, quien acababa de ser elegido Papa por el colegio cardenalicio.
“No tengáis miedo”
Fueron las primeras palabras del pontífice Juan Pablo II. Y aunque parezca extraño ese mismo parece ser el desafiante mensaje que puede extraerse de la película con la que concluye la Saga Galáctica por excelencia: Star Wars.
El rebuscado argumento de esta última entrega (““Star Wars Episodio IX: La ascensión de Skywalker”, J. J. Abrams, 2019) permite afrontar los pecados de los padres (¡y hasta de los abuelos!) contra los que tienen que luchar los hijos (¡y hasta los nietos!) al tiempo que supone una reivindicación de los lazos familiares confrontando cuando estos son sanos y cuando lamentablemente esa institución se desmorona con la llegada del mal, aunque se lanza un esperanzador mensaje que permite que precisamente sea esa institución esencial la que proporcione finalmente ayuda, aliento, comprensión y, por encima de todo, amor incondicional.
Pero hablábamos del miedo
Juan Pablo II explicaba en su primera alocución algo tan revolucionario, tan inesperado y tan rompedor como esa apelación a la revolución interior que casi entronca con la inscripción del pronaos del templo de Apolo en Delfos: un conócete a ti mismo (gnoti seautón)… si te atreves. Literalmente nos exhortaba con “no tengáis miedo a la verdad de vosotros mismos” y es precisamente ese el eje en torno al que gravita esta última trilogía que ahora concluye.
El personaje de Rey (Daisy Ridley) lleva con esta tres películas buscando su propio origen, siendo engañada por unos y otros, sin saber qué papel ocupa en esta galaxia y en este conflicto que involucra incontables mundos, miles de millones de almas y varias generaciones de una (o más) familias.
Pero al mismo tiempo que emprende esa búsqueda externa, trasunto de la búsqueda interior, la atenaza el miedo. Y si algo nos ha enseñado Star Wars es que el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento… y al final empiezan a cortarse brazos por doquier.
Profecías del elegido, de aquel que traerá el equilibrio a la Fuerza, órdenes de monjes-soldados que entran en comunión con esa misteriosa Fuerza (aún resuenan las palmadas en la frente de medio planeta cuando descubrimos que se puede medir el nivel de “fuerzanitos” mediante un cuenteo de midiclorianos), intrigas palaciegas, emperadores que alcanzan un poder ilimitado (capaz de burlar incluso a la muerte) tras alzarse con el favor de parlamentos que matan la democracia en medio de estruendosos aplausos… pero por encima de todo ese iter criminis que lleva del miedo al sufrimiento encerraba esa verdad absoluta que se opone al odio y que en este Episodio IX termina revelado con el ejercicio del amor, y no hablamos precisamente del amor pasional sino del amor desinteresado por el prójimo como método de salvar vidas.
No desvelaremos demasiados detalles para no arruinar de antemano la película pero permanezcan atentos a cómo en ella se enfrenta a la protagonista con esa pérdida de miedo al propio miedo, cómo se le alienta a que pierda el miedo a conocer la verdad sobre sí misma porque esa esperanza que Juan Pablo II cifraba en la aceptación del pecado y en la vista puesta en la esperanza del mensaje de amor y salvación de Jesucristo resulta que, por muy mercantilizado y espectacular que se nos presente en el film, sigue vivo en una galaxia muy, muy lejana al proporcionar la fuerza (o la Fuerza) a la protagonista para enfrentarse a sus miedos, confrontarse a la verdad sobre sí misma y gracias a ello alzarse victoriosa contra el odio, la guerra y la muerte.