Las opciones de una persona afectan a las demás
Me resulta difícil pensar en lo que despiertan mis palabras y mis gestos en los demás. Paso por alto el valor de todo lo que hago. No me doy cuenta de la fuerza que tiene mi vida en la gente.
Nada de lo que hago pasa desapercibido en esa red de vínculos que teje Dios. Mis omisiones, mis debilidades convertidas en pecados, mis gestos de amor incondicional, mi vida entregada. Todo tiene su repercusión.
Todo mi ser educa a los míos, no sólo mis palabras, no sólo mis lecciones, sino todo lo que hago y lo que no hago. Ese lenguaje no verbal.
Sé que no soy sólo yo el que educa. Cristo cobra fuerza en mi vida. Comenta el padre José Kentenich:
“El educador que actúa separado de Cristo sólo tiene un poder educativo muy insignificante. En el mejor de los casos tiene a su disposición un poco de genialidad humana. ¿Y cuánto se puede alcanzar con esa genialidad en circunstancias normales, y, más todavía, en circunstancias anormales como las que hoy vivimos?”.
En el tiempo que vivo es fundamental vivir atado a Cristo. A ese fuego que enciende mi alma: “No se enciende un fuego con un trozo de hielo”.
Si mi intención es entregar un vínculo cálido con Jesús, eso sólo es posible si yo cuido ese vínculo y me ato a Dios. El fuego sólo se trasmite con fuego.
El otro día viví un ejercicio de relaciones humanas. Un grupo de personas se distribuían por una sala. Cada uno tenía que formar un triángulo equilátero con la mirada. Buscaba a otros dos del grupo y se iba moviendo hasta formar un triángulo perfecto.
En un momento dado una o dos personas eran llevadas a un extremo de la sala. Eso despertaba en seguida un movimiento continuo, tratando de recuperar la perfección del triángulo equilátero. Me llamó la atención. Primero vi que es imposible la perfección del triángulo.
Yo me empeño en que todo lo que hago o enseño resulte de forma perfecta. Quiero ver en mis hijos la expresión de mis deseos, los valores que intento transmitir. Pero no es perfecto. No sucede cuando yo deseo.
Vi que, si me muevo, si dejo de estar donde estaba, si tomo decisiones, se altera mi mundo de relaciones. Todo lo que hago tiene consecuencias.
Mi pecado, incluso ese que nadie conoce, tiene repercusiones. Y también mis actos de valor, mi entrega generosa. Todo repercute en el todo.
No estoy aislado en un mundo sin vínculos. Estoy engarzado en una red compleja de vínculos familiares, de amigos. Son vínculos fraternos, de amistad, filiales, paternos.
No puedo pensar que lo que hago no tenga un peso grande en los demás. Una vez hecho quiero encajar las piezas otra vez. Como si fuera evidente volver al principio.
Tomo la decisión de emprender un viaje y pretendo que todo permanezca igual en mi ausencia. Decido acabar con una relación de años y deseo que el mundo acepte una nueva relación como algo evidente. Pero no sucede.
Actúo mal y pretendo seguir adelante como si ninguno de mis actos equivocados hubiera sucedido nunca. Pretendo que la red siga igual, mi triángulo equilátero perfecto. Pero no sucede.
Escucho críticas, me juzgan, se alejan de mí algunos, nada es como antes. Y yo quiero que lo sea, que los demás lo acepten. Pero no sucede.
Mis decisiones tienen consecuencias. Y es maduro aceptar que eligiendo algo, siempre hay otras cosas que pierdo. Y si no lo asumo, voy a ser un niño inmaduro toda mi vida.
La tolerancia ante las decisiones de los demás siempre tiene un límite. No tengo que aceptarlo todo, asumirlo todo. Respeto lo que otros eligen, pero no me pueden exigir que asuma los cambios como algo evidente.
Un jarrón roto no queda igual después de haber pegado todas sus piezas. Una enfermedad deja rastros en mi piel, y la cicatriz me recuerda por dónde he pasado.
Un viaje hace que mi ausencia sea dolorosa para algunos y no da igual estar o no estar en ciertos momentos de la vida. Una sonrisa tiene un efecto y una cara seria tiene otro.
Un grito rasga el alma y quita la paz. Y luego intento pedir perdón, pero ya no es lo mismo. Una discusión no lo deja todo igual, algo cambia. Aunque yo quisiera que lo olvidáramos.
No da igual abrazar que desconocer. No es lo mismo hacer una llamada que nunca contestar el teléfono. No da igual hacer una elección que otra. Tener un detalle o no tenerlo.
De nada vale que me excuse diciendo que soy libre, que tienen que respetar mis decisiones, que la vida es muy larga, que tengo esa forma de ser y no puedo cambiarla.
De nada vale poner excusas o dar razones. Soy así, acéptame, no lo tomes en cuenta. Sí, lo tomo en cuenta. Me hace daño.
No es evidente aceptar a otra persona en mi vida por imposición, otro padre, otra madre, otro hermano. Las decisiones de los demás me afectan y no permanezco indiferente ante ellas.
Soy honesto. Me importan los demás, sus vidas, sus decisiones. Me afecta lo que deciden. Me duele, aunque lo comprenda.
El dolor de la pérdida me cambia por dentro. Igual que me cambia para bien el amor recibido. Un abrazo me levanta y un insulto me hiere. No soy de piedra.
Educo desde Jesús cuando lo llevo dentro. Y me doy cuenta de que son mis omisiones las que más educan, o mi lenguaje no verbal más que mis palabras. Son mis incoherencias las que se quedan grabadas, más que mis discursos bien elaborados.
Los frutos en el alma de quien se me confía no son míos. Yo sólo riego, planto, podo, o cosecho. Pero no hago crecer la vida, ni la cambio.
Yo no soy perfecto, ni tampoco lo que hago. Sólo sé que lejos de Jesús me quedo frío. Y cerca de Él tengo fuego. Y el mundo se enciende con ese fuego.