Como la Cristiada en México, la guerra civil en El Salvador (1979-1992), un conflicto entre las Fuerzas Armadas de ese país centroamericano y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional que dejó una huella de casi 75,000 muertos, también está regando a la Iglesia católica con la sangre del martirio.
El conflicto, que se dirimió hasta los acuerdos de paz firmados en Chapultepec en la Ciudad de México el 16 de enero de 1992, se desató, por decirlo así, con el asesinato de San Óscar Arnulfo Romero el 24 de marzo de 1980 cuando oficiaba una Misa en la capilla del hospital Divina Providencia en la colonia Miramonte de San Salvador, aunque había comenzado "oficialmente" en 1979.
O quizá antes, en 1977, cuando el padre jesuita Rutilio Grande García fue asesinado, junto con dos laicos, lo que hizo dar un vuelco en la vida de San Romero. Él mismo escribió tras velar al padre Rutilio: "Esa noche sentí una inspiración divina para ser valiente y tener una aptitud de fortaleza, mientras que en el país, flagelado por la injusticia social, aumentaba la violencia: violencia de la oligarquía contra los campesinos, violencia de los militares contra la Iglesia que defendía a los pobres, violencia de la guerrilla revolucionaria".
En el transcurso de los años de enfrentamientos, el pequeño país vivió uno de los conflictos más sangrientos de la historia moderna de América Latina. Conflicto que arrastró el odio en contra de sacerdotes jesuitas y laicos agrupados en torno de la Compañía de Jesús y a la Universidad Centroamericana José Simón Cañas (UCA), a quienes se les consideraba –desde el poder civil—como comunistas y agitadores.
Tres cruces en el camino de El Paisnal
En este contexto, la memoria histórica del conflicto salvadoreño vuelve a iluminarse tras el decreto mediante el cual el papa Francisco reconoció como mártires "asesinados por odio a la fe" el 12 de marzo de 1977 al sacerdote jesuita Rutilio Grande García, de 49 años y sus acompañantes laicos, Manuel Solórzano, de 70, y Nelson Rutilio Lemus, de 15 años de edad.
Los hechos son bien conocidos: el padre Grande y sus dos acompañantes viajaban ese día a bordo de un vehículo blanco en un camino vecinal que conducía hacia el poblado de El Paisnal –donde el padre Rutilio había nacido el 5 de julio de 1928-- cuando fueron emboscados y asesinados a mansalva por un grupo especial de las fuerzas armadas salvadoreñas que los estaba esperando metralleta en mano en un paraje llamado Los Aguilares.
Los soldados se acercaron a darles "el tiro de gracia" en el lugar que hoy se conoce como "Tres Cruces" y que, seguramente, se habrá de convertir en un centro de peregrinación tras el reconocimiento realizado por el papa Francisco, en vísperas del 33º aniversario del martirio del jesuita y su dos acompañantes.
Confesiones de un soldado
En una entrevista difundida en 2017 habló un ex-miembro de la Guardia Nacional salvadoreña que declaró haber sido uno de los atacantes, Julio Gómez, entonces viviendo emigrado –como tantos otros salvadoreños-- en Los Ángeles, California (Estados Unidos). En ella narra el modo de operar que se gestó en esta guerra contra los opositores al gobierno, y contra todos aquellos que estuvieran cerca del pueblo.
"Fueron órdenes que recibimos directamente del director de la Guardia Nacional [que entonces era el general Ramón Alfredo Alvarenga]; fuimos seleccionados como ocho miembros de la guardia. Nos habían dado instrucciones de eliminar al cura, porque era comunista, estaba levantando a los campesinos, hablaba mal del gobierno. [...]
"Íbamos vestidos de civil, pero unos kilómetros antes estaban elementos de la guardia uniformados, ellos nos informaron que el carro se dirigía hacia nosotros, lo esperamos en la calle, y cuando apareció abrimos fuego, todos abrimos fuego al mismo tiempo, desde diferentes puntos de la calle. [...] Teníamos órdenes de que no quedaran vivos, nos acercamos y les disparamos. Yo no sabía que el cura venía acompañado, ni menos con un anciano y un niño. Pero aunque hubiera sabido tenía que cumplir con las órdenes que nos habían dado", explicó en esa entrevista difundida por diversos medios.
Alegría en El Salvador
La Eucaristía de la Santa Misa de Acción de Gracias al promulgarse el decreto fue presidida por el arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas y concelebrada por el señor nuncio apostólico, Santo Rocco Gangemi; el cardenal Gregorio Rosa Chávez; el obispo de Sonsonate, Constantino Barrera; el obispo de San Vicente, Elías Rauda; el obispo emérito de Chalatenango, Luis Morao y decenas de sacerdotes que se dieron cita a la celebración.
El arzobispo Escobar Alas, indicó que el día que se recibió la noticia que el papa Francisco aprobaba el decreto del martirio del padre Rutilio Grande y sus compañeros, fue una jornada "de una inmensa alegría para la Iglesia de El Salvador. Ellos son una gran lección para que vivamos con autenticidad el Evangelio y en el camino de la fe nos acompañan como con nuestros intercesores".
"Tener en los altares a San Oscar Romero y a tres nuevos mártires, es un don especialísimo para El Salvador y para toda la Iglesia. Una gratitud especial se hace al Papa Francisco, por su amor hacia nuestra Iglesia local", destacó el prelado. Ahora, Rutilio, Manuel y el adolescente Nelson serán celebrados como beatos y mártires de la Iglesia católica. Su causa de beatificación se abrió en 2005 en la arquidiócesis de San Salvador.
El "pecado" del padre "Tilo"
Como bien lo decía San Romero, el gran "pecado" del padre Rutilio, a quien llamaban de forma cariñosa "padre Tilo" fue acercarse a los campesinos, defenderlos, organizar con ellos comunidades eclesiales de base y hacerlos partícipes de su propio destino formando líderes campesinos en los talleres de "Delegados de la Palabra".
El jesuita German Rosa ha escrito en Vatican News que "la riqueza de la experiencia de Rutilio fue descubrir que él era un misionero que colaboraba con los pobladores de Aguilares y El Paisnal en el proyecto del Reino de Dios Padre. La misión le hizo descubrir que esta no era posible sin la participación y colaboración activa con los pobres pobladores de esa región del país".
El padre Rutilio también había desafiado al gobierno, sobre todo tras la expulsión de El Salvador del sacerdote colombiano Manuel Bernal, frente al templo de Apopa, cerca de San Salvador. Conocido como "el sermón de Apopa", para muchos especialistas, fue la sentencia de muerte del sacerdote jesuita. Sobre todo cuando dijo:
"Queridos hermanos y amigos, me doy perfecta cuenta que muy pronto la Biblia y el Evangelio no podrán cruzar las fronteras. Solo nos llegarán las cubiertas, ya que todas las páginas son subversivas—contra el pecado, se entiende. De manera que si Jesús cruza la frontera cerca de Chalatenango, no lo dejarán entrar. Le acusarían al Hombre-Dios... de agitador, de forastero judío, que confunde al pueblo con ideas exóticas y foráneas, ideas contra la democracia, esto es, contra las minoría. Ideas contra Dios, porque es un clan de Caínes. Hermanos, no hay duda que lo volverían a crucificar. Y lo han proclamado"
El crucificado fue el nuevo mártir de la Iglesia católica, junto con sus dos acompañantes aquella tarde de marzo en la que circulaban en su coche Volkswagen Safari, a cara descubierta, cerca de El Paisnal.