“Al no encontrar remedio a la muerte, ni a la miseria, ni a la ignorancia, los hombres, para ser felices, decidieron no pensar en ellas” (Blas Pascal, Pensamientos, 168)
Nuestra vida es limitada y lo único seguro en la vida es que todos vamos a morir. Sin embargo, hablar de la muerte se ha vuelto un tabú social. Casi que si uno habla en una reunión de la propia muerte se le pide que cambie de tema o que no sea desubicado.
En el ámbito religioso siempre la muerte ha sido vivida con mayor naturalidad con una perspectiva de esperanza y apertura a una vida que supera la muerte. Sin embargo, el drama del mundo secularizado es no saber qué hacer con la muerte, cómo esconderla, cómo evitarla. En una sociedad sin más horizonte que el éxito material, la muerte no tiene lugar ni sentido, por eso se la banaliza.
La muerte aparece siempre en el horizonte de toda vida como el límite y la amenaza más radical. ¿No sería más sensato prepararse, pensar en ella? ¿Qué sentido tiene lo que hacemos si no dura para siempre?
Y es que la muerte contradice los anhelos más profundos de la vida y asoma la angustia cuando pensamos en ella. La incertidumbre ante lo que nos puede traer el porvenir y no podamos evitarlo, hace que tratemos de evitar pensar en ello.
Gabriel Marcel escribe “lo que importa de verdad no es ni mi muerte, ni la suya, sino la muerte de los que amamos. Es decir, el problema, el único problema esencial es el conflicto entre el amor y la muerte”. Y es que el sentido de la vida de las personas tiene que ver con lo que aman y siempre hay personas que hacen de nuestra vida una vida con sentido, por ello su desaparición física es una violencia radical contra el sentido de la existencia.
Martin Heidegger en Ser y Tiempo (1927) caracteriza al hombre como un ser-para-la-muerte, porque la muerte no es una realidad meramente extrínseca que sobreviene a una existencia ya realizada y establecida, sino que su carácter inevitable se manifiesta desde el comienzo en la realidad de cada existencia humana. Y es que determina toda la vida como un futuro posible que siempre se hace presente, siempre está delante, como realidad inevitable.
La angustia ante la muerte es la angustia ante el ocaso de mi ser, ante la conciencia de que un día no seré más. Sin embargo, para muchos no hay síntomas de angustia existencial ante la muerte.
El mismo filósofo entiende que una vida auténtica es aquella que hace frente a la muerte pensándola y asumiéndola, en cambio una vida inauténtica y superficial es aquella que vive sin la conciencia del límite, sin la conciencia de que vamos a morir, es una conciencia que huye hacia la mentalidad de la masa, hacia el trabajo o hacia la diversión, tratando a la muerte como un hecho superficial.
Heidegger insiste en que hay que anticiparse a la muerte y comprender a la luz de ella, toda la existencia. Para Sartre en cambio la muerte manifiesta el carácter completamente absurdo de la existencia humana porque hace añicos cualquier proyecto.
De hecho, algunos filósofos del siglo XX entienden que todo el esfuerzo cultural de la humanidad ha sido una forma de luchar contra la muerte, de perdurar más allá de existencias concretas.
Una cultura que huye de la muerte
La sociedad contemporánea, cerrada a la trascendencia y con poco espacio para las grandes preguntas por el sentido de la vida, trata de invisibilizar la muerte todo lo que pueda. A pesar de ser lo único seguro para lo que hay que prepararse, ocultamos todo lo que tenga que ver con ella.
Cada vez menos las personas mueren en sus propias casas rodeadas de sus seres queridos, sino que más bien morimos en hospitales, casas de salud o en la calle y, llegada la hora, hay que borrarla lo más pronto posible, con lo cual los velatorios se han reducido al mínimo.
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Cada vez menos se sabe decir algo en esos momentos o qué palabras emplear en un sepelio, porque se usan eufemismos para no decir nada: “Estará en tu corazón”; “Se fue y ahora hay que seguir viviendo”, y frases sin contenido por el estilo.
Ni siquiera la muerte de los otros se vuelve oportunidad para reflexionar sobre la propia. Cuánto más rápido termina el trámite, mejor, porque la vida sigue. ¿Dar vuelta la página?
Una forma de pasarla al olvido es la banalización de la muerte en números a través de los noticieros o en la ficción y el entretenimiento, donde nada nos obliga a pensar en serio en nuestra condición mortal.
La muerte como puerta, como apertura
Pero la muerte también puede ser una oportunidad para abrirnos a preguntas que nos hacen trascender una vida cerrada en la inmanencia. La muerte es el abismo de la Nada que nos anuncia una realidad que nos trasciende y que puede llenarnos de esperanza.
Las filosofías no materialistas, desde Platón hasta nuestros días, plantean con racionalidad la cuestión de la pervivencia del alma más allá de la muerte. En todas las religiones, desde los orígenes de la humanidad, hay registros de creencias de una vida de ultratumba.
La muerte como enigma no significa que deba tener como única respuesta una visión materialista, que de hecho no es científica, sino filosófica. Nadie sabe a ciencia cierta si hay vida después de la muerte, es una cuestión filosófica o religiosa.
Para los que tienen su fe y su esperanza puesta en un Dios que les da vida más allá de la muerte, sin lugar a duda la vida tiene un sentido distinto, pero tampoco eso significa un desprecio por esta vida, como muchos suponen, sino todo lo contrario, implica un compromiso radical por hacer que esta vida valga la pena, porque con la muerte no termina. Porque no es absurda la vida, vale la pena llegar hasta el final con esperanza.
La respuesta cristiana
No sabemos qué es la muerte, todos vivimos de este lado de ella y ninguno de nosotros la ha experimentado.
Escribe Ratzinger en su “Introducción al cristianismo” que el miedo a la muerte es muy profundo, porque es miedo a la soledad más honda y radical. No es miedo a algo, sino a quedarse solo, porque cuando me toque los demás no pueden acompañarme.
“Una cosa es cierta: existe la noche, en cuyo aislamiento no penetra ninguna voz; hay una puerta, la puerta de la muerte, por la que vamos pasando uno a uno. Todo el miedo que hay en el mundo es, en definitiva, miedo a esta soledad”.
La respuesta del cristianismo es que “el amor es más fuerte que la muerte” (Cant. 8,6). “El amor requiere perpetuidad, imposibilidad de ser destruido, más aún, es un grito que pide perpetuidad pero que no puede darla; un grito que demanda eternidad, pero que está enmarcado en el ámbito de la muerte, en su soledad y en su poder de destrucción. Ahora podemos comprender lo que significa ‘resurrección’. Es el amor que es más fuerte que la muerte”.
Ratzinger explica que humanamente lo único que puede hacer el amor es hacer vivir el recuerdo de los otros, su sombra, su memoria, nada más. “Pero si el amor a los demás fuese tan grande que no solo pudiera revivir su recuerdo, sino a ellos mismos, iniciaríamos una nueva etapa de la vida que superaría las evoluciones y mutaciones biológicas y pasaría a un plano completamente distinto donde el amor no estaría sometido a la vida biológica… y comenzaría la vida definitiva que deja atrás el poder de la muerte”.
“El amor crea la inmortalidad y la inmortalidad nace del amor. Esto significa que el que ha amado a todos, les ha hecho a todos inmortales. Esto quiere decir la Biblia cuando dice que su resurrección (la de Cristo) es nuestra vida… si él resucitó, también nosotros resucitaremos, porque su amor es más fuerte que la muerte”.
La esperanza cristiana no relativiza la muerte ni le quita su dramatismo, porque asumiéndola en toda su dureza, la vive como un paso a la vida definitiva.