¿Es la muerte la única posibilidad para abrir el cielo?
¿Qué pesa más el amor o la muerte? ¿O es la vida lo que más pesa, la vida eterna que tanto anhela mi corazón?
Jesús muere en la cruz por amor. Por ese amor que no cabe dentro de su pecho. Y necesita una lanza que abra la fuente de su vida, de su amor poderoso.
Pesa más el amor que la muerte. Eso lo tengo claro. Más aún ese amor que llega al extremo de la muerte. Más la vida que supera la muerte provocada por el odio. Rezo con alegría:
“Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. No he de morir, viviré para contar las hazañas del Señor. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente”.
La Pascua entra como esa lanza en el pecho de Jesús, en el centro mismo del sepulcro cerrado. Y rompe las entrañas de la muerte desgarrándolo todo. Y brota una luz nueva, una sangre bendita, una vida que desborda todas mis expectativas.
Me gustan los finales inesperados, las aparentes contradicciones. Un amor rechazado, perseguido, odiado. Un amor que es signo de contradicción. Un amor que se dona hasta el último aliento. Y una muerte poderosa que todo lo tiñe de negro, de gris, de oscuridad a su paso.
Hay que ser capaz de morir dando la vida. No sé cómo se hace.
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Me he acostumbrado a hablar de muertes en estos días. Muchos números, algunos nombres conocidos, cercanos. Y más números y cifras.
Muertes provocadas por la injusticia de una pandemia que no respeta mis planes, mis proyectos, mis sueños. La muerte es como esa marea negra que todo lo tiñe de desesperanza. El desgarro y el dolor.
¿Y los sueños incubados en el alma? ¡Cuánto pesa la muerte que cae como una tonelada sobre mi alma enferma! No quiero la muerte, ni el olor a viernes santo. Ni tampoco su silencio extraño y doloroso.
No quiero la muerte que acaba con el último aliento. Parece pesar más que el amor que guardo en mi pecho. Esa muerte que no me deja ni siquiera abrazar a quien amo. Esa muerte silenciosa, dura, cruel.
Parece que la muerte es el final de todo. Como si caer bajo la tierra fuera el fin de todos, mi propio fin esperado. Una muerte más pesada que el amor.
No quiero creer en la muerte como la última palabra pronunciada. Me niego a aceptar esa muerte dura y cruel que ciega mis ojos.
No tiene la muerte la última palabra. No pesa más que mi amor. Que el amor de Jesús. Creyó la muerte que tenía el poder de acabar con la vida y no fue así.
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No lo es ahora tampoco. Y eso que los cadáveres en la calle, los hospitales colapsados, las familias rotas, los gritos de angustia, pesan mucho.
Es tan poderoso el grito desde el Calvario… Tan desgarradora la súplica de los que creen en el amor. Mi propia angustia. Es como si la noche no dejara ver la luz de las estrellas. Nubes espesas, como si no hubiera un plan B, una puerta de salida.
¿Es la muerte la única posibilidad para abrir el cielo? No lo sé. No decido yo los caminos, ni los planes. No lo hago. Hay un Dios escondido detrás de las nubes, detrás de la muerte.
Un Dios sosteniendo el cuerpo partido de Cristo un Viernes Santo. Dice la Biblia:
“Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios”.
Parece ser que tengo que morir. Que es esa la puerta estrecha que no quiero atravesar. Porque duele la muerte. Desgarra el alma. Rompe todos mis caminos, destroza todos mis sueños. Comenta Julián Marías:
“Para que el hombre sea moriturus -el que ha de morir- la muerte tiene que alojarse en su biografía, tiene que adquirir dentro de ella, no ya un lugar, sino un puesto necesario. Y esto quiere decir una significación”.
Tengo que aceptar la muerte en mi propia vida para que Cristo pueda resucitar en mí. Tengo que aprender a morir, aunque me duela el alma.
Mi corazón necesita acostumbrarse al olor de la muerte dentro de mí, para ser libre. No quiero vivir con tanto miedo a la muerte cuando he sido creado para la vida, para la eternidad.
Pero me asusta. Me gusta tanto la vida, y el amor, y lo que aquí comparto y sueño. Me gusta levantarme cada mañana. Acariciar el día con sus horas. Saborear el sabor dulce de los encuentros.
Reconocer el paso oculto de Dios entre la gente. Inclinar un poco el sol cada segundo de camino, hasta que vencido se oculte manso en el horizonte. Amar con fuerza en signos de entrega. Porque no siempre el amor se expresa de la misma manera.
Vivir amando es vivir más hondo, más largo, de forma más verdadera.
El odio, no lo sé, igual que el rencor, acortan los días, hacen pesados los pasos, ocultan la luz detrás de nubes espesas. Es como una tormenta en la que parece que el sol nunca más volverá a darme su calor. La muerte de mis planes, de mis sueños. Oculto tras la lápida que cubre mi cuerpo.
Me da miedo esa muerte que es una fría noche y parece no tener respuestas.
No pesa tanto la muerte, estoy convencido. Es el amor lo más pesado. Pesa más que el odio y que el deseo de venganza. Más que el rencor.
Y siendo tan pesado, me hace liviano. Me ata a la tierra y me anuda al cielo. Porque el amor que sueño, que vivo, que anhelo, quiere ser eterno.