Comenzaba a sentir claustrofobia hasta que…
—¡Trabajo diez horas al día en nuevos diseños! —les presumía a mis amigos en confinamiento.
—Estoy disfrutando —les decía a otros.
Lo hacía disfrutando de buen vino y exquisitos aperitivos.
La verdad, me fui hartando, y eso que hacía lo que más me gustaba. Pensé que tal vez tendría necesidades del espíritu. Me propuse intercalar espacios para la buena lectura, la poesía, la música… Programados, claro, en mi computadora.
Mas eso del ensanchamiento espiritual no se me daba, y en su lugar, comenzaba a sentir claustrofobia.
Pasó que nuestra viuda vecina, que tiene como legado de su extinto esposo todo un jardín de verde césped, floreados rosales y robustos arboles de cítrico nos manifestó su preocupación, pues no conseguía los oficios de un jardinero y el hermoso edén, languidecía.
Mi esposa, cuya lógica son los sentimientos, de inmediato le ofreció mi ayuda, sin importar mi nula vocación por el trabajo manual. Así que escuchó de mi un “no” rotundo.
De pronto me vi con una tijera de jardinero, una manguera, una pala y todo un equipo de supervivencia diseñado por mi cónyuge que pidió a la vecina no saliera durante mi intervención por aquello de la sana distancia.
Me llevó el día recortar y regar el césped, podar y dar tierra a plantas y árboles, recoger hojas y ramas. Y al terminar, apliqué lo que sería mi lema de calidad en casos así: “Peor estaba”.
Caía la tarde, cansado y con ampollas en las manos, de pronto me sentí como quien ascendiendo por una montaña y concentrado solo en el esfuerzo del ascenso, se detiene entonces para admirar el paisaje y descubrir que ha valido la pena llegar hasta ahí.
Fue cuando me tumbé en el césped tratando de entender porqué mi difunto vecino se pasaba horas dedicado a su jardín, olvidado de todo.
Había leído que contemplar es lo propio del espíritu y una cualidad humana que permite ver más allá de la vista, del olfato, del oído, e incluso de la razón misma, para percibir la novedad de lo esencial, la sencillez de lo sublime.
Así que dudando un poco lo intenté.
Percibí entonces los colores del césped brillando por el sol, la fragancia del perfume de las flores, el picante y dulce olor de los limones y el candor de unos polluelos en su nido. Ni qué decir de la brisa, el atardecer y los dorados rayos del sol. Y algo más allá.
Empecé a comprender que en su “raro” comportamiento, mi vecino en realidad cultivaba la calma, la sencillez y la belleza fuera de cuatro paredes, sin artilugios tecnológicos y alejado del mundanal ruido. Y hacía oración.
Y me vino la sospecha. ¿No sería que el “raro” resultaba ser yo y no mi vecino?
Con una brizna de hierba entre los dientes, ya en actitud de ir al fondo de la idea, se me ocurrió penetrar en la sabiduría ancestral de una hormiga que paseaba tranquilamente cerca de mi nariz y a la que envidié, pues a deferencia de mí, parecía tener un espíritu ágil, el alma serena y un corazón en paz.
En su pequeñez contemplé una de tantas maravillas de la creación que reflejaba a plenitud las huellas amorosas de un Dios creador del que todo viene y todo depende.
Y entonces, algo hizo que me olvidara de mi “adultez” para volver a mi yo de niño en esa dimensión del tiempo en cuya quietud y lentitud podía olvidarme de todo para simplemente disfrutar de la aventura de vivir y acercarme con confianza a los brazos de mi Padre.
En ese momento pudo pasar un ruidoso coche, sonar mi teléfono o gritarme mi mujer… igual no hubiera escuchado nada pues me encontraba en el tiempo de Dios en cuya paz brota la oración en un cauce ancho y profundo.
Finalmente, regresé a mi mundo consciente de que encargarme del jardín había sido como un bálsamo espiritual que me permitió descansar de la pesadez de mí mismo, de ese ego que afanosamente cultivo a costa de de lo más íntimo de mi ser.
Un ego que me encerró en mí mismo olvidándome de involucrarme y asistir en tantas circunstancias de vulnerabilidad del prójimo, de rezar por un mundo que no sería tan bello si en el no habitara un amor inmenso…
Un mundo que después de la pandemia no volverá a ser igual, ya que esa seguridad que pretendemos se encuentre solo en nuestras manos, y tras la experiencia, habremos de reconocer que en realidad solo puede venir de Dios.
Y de Dios no puede venir nada malo, aun cuando así nos lo parezca.
Testimonio extraído de la experiencia vivida en el consultorio de Aleteia
Consúltanos en: consultorio@aleteia.org
.