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Cuando trabajamos en el computador guardamos cada cosa que hacemos. De hecho, para estar absolutamente seguros, guardamos todo en otros dispositivos como un disco duro externo o un pen drive. Este es uno de los conceptos de “salvar” algo.
Otro puede ser ese concepto que nos devuelve a la infancia, cuando nos considerábamos “a salvo” si no éramos interrogados por el profesor, evitando así que nos encontrara sin preparación y sacar una mala nota.
En estos dos sentidos, salvar significa no perder, no olvidar, no fallar. Por lo tanto, podríamos decir que ser salvo significa ser dueño de la vida, de las cosas; ser el rey de lo cotidiano.
En la vida de Jesús se nos dice que Él reina en la cruz. Paradójicamente, la cruz es el momento en el que está menos a salvo. De hecho, mientras está en la cruz, todos le dicen que se salve, que no falle. Se ríen de Él diciendo: “si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (Lc 23,37).
Sálvese quien pueda
Las personas alrededor de Jesús están esperando, quieren ver qué pasa. Es la experiencia de todos los tiempos: sentimos la mirada de los demás, las expectativas, los juicios. Tenemos miedo de decepcionar o de ofrecer la oportunidad de que se rían de nosotros.
Se nos anima a competir, en comparación. Desde temprana edad se nos pide que demostremos cuán capaces somos, nuestro valor.
Y entonces experimentamos miedo, nos sentimos inadecuados e insuficientes. Nuestra vida pasa con la obsesión de demostrar que podemos hacerlo.
En realidad, esta lógica no nos salva, nos mata, nos hace infelices porque atrae nuestra atención hacia el objeto equivocado.
De hecho, Jesús escapa a esta lógica y combina el verbo salvar de una forma diferente. Su enfoque no está en cómo salvar la vida, sino en cómo salvar la de los demás. La mirada de Jesús no está obsesionada con sí mismo, por el contrario, está volcada a los otros.
El mundo nos muestra siempre que la opción es la auto salvación, básicamente pensar primero en nosotros mismos. Pero precisamente allí, cuando nos encontramos limitados por nuestras propias capacidades y fuerzas, incapaces de salvarnos, es que nos damos cuenta de que no podemos hacerlo por nosotros mismos.
Nuestra fe es una fe de salvación: no podemos solos, necesitamos ser salvados por Otro.
Sálvame
En ese momento es cuando caemos en la cuenta de que hay otra manera de conjugar el verbo salvar: la del buen ladrón, la del que reconoce que necesita ser salvado.
Solo esta pasividad nos abre las puertas del paraíso. La pasividad de dejar que el Señor entre en nuestra vida y la transforme.
Para no ser olvidado y hacerse valer, el buen ladrón no intenta guardarse, no atrae la mirada hacia sí, sino que le pide a Jesús que lo recuerde.
De esta manera cumple la invitación que Él continuamente dirigía a sus discípulos: solo aquellos que pierden la vida por el Evangelio la encuentran. Solo los que se pierden como el grano de trigo dan fruto (Jn 12, 24-25).
Mientras más intentamos “salvar” nuestra vida, más la perdemos. Mientras más nos dejamos salvar, alcanzamos la plenitud.
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