Si tengo tanta hambre de Dios es porque Dios me desea a mí también
El deseo del corazón es lo que mueve mi vida. El deseo más profundo y verdadero. ¿Qué deseo en mi interior?
Después de la Ascensión los discípulos deseaban que Jesús volviera. Que enviara a quien les había prometido. Una presencia viva junto a ellos que les diera paz y esperanza.
“Aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días”.
Las promesas levantan mi ánimo. Me lleno de esperanza anhelando al que ha de venir. Eso es lo que sueñan los discípulos. ¿Qué espero yo?
Espero a que pase este tiempo. A que algo cambie en mi vida, en la de los que amo, en la vida de los que me acompañan por los caminos. Que no haya sido todo en vano. Algo habrá cambiado.
Necesito una promesa que me sostenga cuando se tambaleen mis seguros y el miedo sea más fuerte que la confianza dentro de mi alma. Quiero anhelar con fuerza. Lo decía el padre José Kentenich:
“Nuestro anhelo es la medida del cumplimiento. Este anhelo es lo primero y es un importante paso, una condición para la gracia de transformación”.
Si no lo deseo no estaré capacitado para recibirlo. El deseo ensancha el corazón. El Catecismo de la Iglesia Católica se abre con esta declaración:
“El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar”.
El deseo más verdadero de mi alma es una nostalgia de infinito que me acompaña cada día. No quiero reprimir mis deseos verdaderos.
Hay quizás otros deseos que no me llevan a lo que me conviene, o me desordenan y alteran mi alma inquieta. Y vivo sin paz, sin rumbo.
Pero hay otros deseos que ensanchan mi alma y la hacen más capaz para el amor. Quiero educarme en el deseo. Un deseo sano y verdadero. Un deseo de Dios. Una persona me decía el otro día:
“Nos han dicho los curas tantas veces lo que no es, que ya no me acuerdo realmente de lo que sí es”.
Me impresionó esta afirmación. ¿Será cierto? Tanto tiempo evitando tocar los límites que no puedo traspasar que el corazón deja de desear lo imposible.
Aprendo entonces a vivir sin desear, para que no llegue a desear lo que no es un bien para mí. O no me conviene. O no es lo que me dará la paz.
Y una vida sin deseos es una vida muerta. Comenta san Ignacio Antioquia:
“No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón”.
Quisiera dejar de lado esos deseos mundanos que me llevan a buscarme egoístamente, de forma enfermiza, a vivir sin salir de mi círculo cerrado, sin abrirme. Esos deseos no me hacen bien, me matan. Matan la vida de mi alma.
Pero hay otros deseos que quiero cultivar. Son deseos buenos y nobles. Son los deseos que quiero cuidar en mi alma. Son esos deseos que me hacen volar soñando las alturas y me llevan a aspirar a las cumbres más altas.
Son los deseos que viven dentro de mí y me hablan de alguien que hay escondido en mi interior y que sólo quiere salir. Son los deseos que expresan la libertad que sueña mi corazón.
Tantas veces estoy triste porque soy esclavo. Esos deseos me hablan de los caminos que pudiera emprender si fuera más valiente.
Esos deseos me llevan a dejar a un lado tantas cosas que me limitan en mi torpeza. Esos deseos de cielo viven en mi interior y son los que ensanchan el alma para que quepa Dios en ella.
Son deseos de un infinito y una eternidad que acabe para siempre con los límites da hora. Esos deseos me hacen no querer conformarme con mi vida tal y como es.
Esos deseos no me hablan de pecado sino de un amor más grande con el que nunca he soñado. Esos deseos no me dicen que tengo que hacerlo todo bien para llegar al cielo y ser feliz.
Esos deseos me muestran que si tengo tanta hambre de Dios es porque Dios me desea a mí también. Es un amor correspondido, una necesidad que tanto Él como yo tenemos.
Quiero cuidar ese deseo de infinito que tengo en mi interior. Sé que la medida del anhelo será la medida de la gracia que reciba.
Y la medida del anhelo hará posible que venga Jesús a mí en forma de lengua de fuego. Y me cambie por dentro.
Sólo quiero seguir soñando, deseando, anhelando. Esta es la semana del anhelo. Aspiro a algo más grande. Tengo pena y a la vez tantas ganas de vivir con Jesús dentro de mi alma para siempre…
No me dejará solo, lo tengo claro. Me lo ha dicho. Voy a cuidar ese deseo ahondando en mi mundo interior. Allí puedo estar a solas con Dios. Allí me reconozco en mi verdad ante su rostro.
Quiero cultivar ese deseo en comunidad. Cuando dos o tres rezamos en su nombre todo cambia. Quiero alentar desde el deseo, no limitarme a reprimir otros deseos que no hacen bien. El ideal que Dios siembra saca lo mejor de mí.