Qué grande es tener amigos que nos hacen sentir aceptados tal y como somos y empujados hacia lo que deberíamos llegar a ser…
Para tener una existencia auténtica se trata de vivir en un recto equilibrio entre nuestro propio espacio de soledad -que no es necesariamente amargo y triste- y el encuentro con los demás.
Este espacio de soledad implica aprender a convivir conmigo mismo, a verme (aceptando mis limitaciones y mis grandezas) y, por otro lado, permitir que en un espacio de libertad los otros y Dios (que también es “Otro”) vayan mostrándome quién soy.
1. El “yo” que descubre al “otro”
Aunque nos sea difícil conocer lo más profundo de nuestro ser, cada de uno de nosotros posee una conciencia que le permite reconocerse, verse a sí mismo.
El acto de consciencia que me descubre la realidad de mi propio “yo” me descubre la existencia del “tú”. Mi “yo” es el que pone al otro en cuanto “tú”.
La misma soledad se entiende así: me siento solo porque me falta el “otro” y darme cuenta de esto me permite reconocer que es mucho mejor que exista como presencia y no como ausencia.
En la soledad el hombre puede entrar en sí mismo y conocerse, pero la mirada del otro puede ayudarle a reconocer aspectos de su ser que solo no descubriría jamás.
El otro desempeña en mi vida un papel fundamental de mediador entre el yo que yo reconozco y mi yo verdadero.
2. Una presencia constante
¡Qué importante es mirar hacia atrás y ver que alguien siempre ha estado presente! Ese alguien que recorre el camino contigo, que te conoce, que te acompaña, que se alegra y se entristece contigo. Ese que crea historias y las realiza: Dios.
De la misa manera reconocer a los amigos que la vida nos regala como pequeñas muestras de ese cuidado constante de un Dios bueno y lleno de amor. Ser conscientes y agradecidos de su presencia. Buscar fortalecerla en el encuentro y el compromiso.
“Una verdadera amistad o nace cada día, o se mustia; o se mima como una planta, o se reduce a un tapasoledades. Y no es nada fácil cultivar una amistad” (Martín Descalzo).
No hay mayor libertad que experimentarse amado y visto por otro. Cuando entablo un vínculo verdadero y auténtico con otro “yo” soy libre. No hay duda de eso.
La indiferencia en vez de hacernos más libres (en cuanto que somos seres individuales y autónomos) nos esclaviza en nuestro propio yo.
3. Compartir no es quitar
“Por eso la verdadera amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, “Aquí llega uno que aumentará nuestro amor”; porque en este amor compartir no es quitar”. (Los cuatro amores. C. S. Lewis).
Un amigo es alguien que se ha comprometido. Alguien que ama, y el amor siempre encuentra espacio para acoger a muchos. Y, aunque haya muchos, cada uno ocupa un lugar único y necesario.
Y es que la amistad es generosidad, no es intimismo. Comparte con naturalidad lo que es y lo que tiene.
En la amistad -más que en otras situaciones de la vida- la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha. En ella podemos aceptar los errores y las fragilidades con amor y paciencia.
Los amigos que se pasan la vida discutiendo por cualquier cosa a todas horas, descontentos por las características del otro, tal vez sean buenos compañeros, pero, difícilmente serán auténticos amigos.
Cuánto bien nos hacen esas amistades que maduran con los años y en las que nos sentimos libres y sostenidos, aceptados tal y como somos y empujados hacia lo que deberíamos llegar a ser. Tesoros como este son como para vender todo lo demás y comprarlos.