Dos maneras de ver al hombre de hoy. ¿Acaso no es un náufrago que quiere sobrevivir?
La imagen del hombre moderno es la del individualista, la del hombre que se enfrenta solo a la tarea de sobrevivir y construir un hogar confortable. ¿Y qué otra cosa es esto sino la historia de un náufrago?
La metáfora no es baladí y quizá sea eso lo que explique el interés en el género de novelas de náufrago. Entre ellas, destaca con nombre propio Robinson Crusoe (1719), a raíz de la cual han surgido diversas versiones para el cine y la literatura. Destacan dos: Der Schwizerische Robinson (El Robinson suizo o, también, Familia de Robinsones, 1812) de Johann David Wyss y Escuela de Robinsones (1882) de Julio Verne (1828-1905).
La de Verne es la última y en su relato hace mención explícita de las otras dos. Esa circunstancia facilita la tarea de señalar algunas semejanzas y diferencias que pueden ser de interés.
Daniel Defoe es un presbiterano. Su novela está construida con la intención explícita de contribuir a la edificación cristiana de los lectores. De ahí que el tono general de Robinson Crusoe sea grave. El personaje vive en un mundo en el que a sus “malas” acciones (seguir sus impulsos de aventura, sus deseos de disfrutar de las ganancias de su trabajo,…) le siguen unas “rectificaciones” de la providencia (tempestades, naufragios, soledad) y a sus buenas acciones le sigue la prosperidad material y paz de espíritu.
Julio Verne es un católico y su Escuela de Robinsones se desarrolla en un mundo muy distinto. Frente a la pausada gravedad de Defoe, que llega a hacer pesada la lectura en ocasiones, Verne maneja de forma magistral los elementos propios de la novela de aventuras donde domina la agilidad del relato, el tono jocoso y la broma amable.
El personaje de Verne es también inmaduro, frívolo incluso. Y le mueve el mismo impulso que al Robinsón de Defoe: ver mundo, viajar. En eso coinciden, pero frente a Defoe (que pone en ese deseo inmoderado la raíz de los problemas de Robinson), Verne lo ve como algo positivo: «¡Ah! ¡Jóvenes, viajad, si podéis hacerlo; y, en caso contrario, viajad igualmente!». El matiz estriba en que Godfrey, el personaje de Verne, lo que quiere es vivir experiencias y madurar. Quizá por eso Verne lo hará navegar en el Dream, para que quede claro que se trata de realizar un sueño, de cubrir una etapa madurativa.
Si en Defoe el personaje es dejado “a la buena de Dios” y es la providencia (castigando sus desvaríos y premiando sus aciertos) la que va guiando el proceso madurativo hasta el punto de ofrecerlo como una guía para la edificación cristiana de los lectores, en Verne estamos desde el título ante una “escuela”, es decir, ante una estrategia humana dirigida a la formación de la personalidad de Godfrey al que, incluso en la isla desierta, no se le deja en soledad sino que se hace acompañar por T. Artelett.
Ahí mismo advierte Verne que «si Artelett hubiese sido francés, sus compatriotas no hubiesen dejado de llamarle festivamente Tartelett», es decir, “tartita” y es que Tartelett, profesor de baile y de urbanidad, «no era otra cosa que un niño grande» que funciona como contrapunto cómico en la isla desierta. Así, por ejemplo, cuando aparece (siguiendo explícitamente el ejemplo de Defoe) el nativo al que liberan de los caníbales, será Tartelett quien se ocupe de su “formación”. Fracasa con el idioma y decide enseñarle ¡pasos de baile!
La isla de Robinson es siempre “la isla” mientras que Godfrey siente pronto la necesidad de bautizarla. Y le da un nombre entrañable, querido.
El experimento de la escuela parece surtir su efecto ya que, avanzado el relato, Verne hace notar que «Godfrey estaba a punto de convertirse en un hombre nuevo en esta situación nueva para él, tan frívolo, tan ligero, tan poco reflexivo cuando no tenía que hacer sino dejarse vivir…».
La maduración se ha producido cuando el joven ha decidido afrontar las dificultades, aceptar las penalidades y adoptar la actitud más adecuada: «Soportar lo que no se puede impedir es un principio de filosofía que, si no conduce al cumplimiento de grandes cosas, es, desde luego, eminentemente práctico. Godfrey estaba, pues, determinado a subordinarlo en adelante en todos sus actos. Ya que precisaba vivir en esta isla, lo más cuerdo era vivir en ella lo mejor posible hasta el momento en que una ocasión propicia les permitiera abandonarla».
Para terminar, señalemos una última diferencia entre ambos autores.
Mientras que presbiteriano Defoe establece una correlación cuasi mecánica entre las acciones de Robinsón y su prosperidad o desgracia, el católico Verne coloca en el Dream el siguiente lema: Confide, recte agens (Confía obrando rectamente).
Verne “separa” dos aspectos en cuanto que insta a obrar bien (recte agens) y, entonces, a confiar. El amor que Dios nos tiene no depende de nuestras buenas obras, no se basa en nada que nosotros tengamos o realicemos.
Es más, si se apoyase en nuestra acción y actuásemos mal, entonces Dios ya no podría amarnos, perderíamos lo más grande que tenemos: el amor de Dios. No tenemos que ganarnos el amor de Dios. Ni siquiera sostenerlo. Es un don gratuito. Hay que procurar llevar una buena vida (recte agens) y dejarse abrazar (Confide). Y vendrá lo mejor.