“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”, dice Jesús. ¿Qué significa?Escuchar a Jesús a veces me incomoda. Quizá porque no entiendo de medidas y sus palabras me desconciertan. Él me dice:
“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”.
¿Cómo se puede medir el tamaño de mi amor? Siento que el amor a mi madre es desproporcionado. O el amor a mi padre supera igualmente cualquier expectativa. Y el amor a una hija también es inmenso. ¿Por qué Jesús me pone esas disyuntivas?
No quiero comparar amores, igual que no busco medir distancias, ni calcular los tiempos. Prefiero vivir sin comparaciones. Es como esta pregunta que hacíamos a los niños: “¿A quién quieres más a papá o a mamá?”.
Parece todo tan vacío… No puedo vivir midiendo todos los amores que llevo dentro. Amar más a Dios que a los hombres o amar más a los hombres en Dios. Escribía el padre José Kentenich sobre san Francisco de Sales:
“Escuche lo que escribe a la Sra. Chantal: – Nada o Dios, porque todo lo que no es Dios, o es nada o peor que nada. Por eso, mi querida hija, permanezca entera en Él y rece para que yo también permanezca entero allí donde podremos amarnos inmensamente, hija mía, porque nunca podremos amar demasiado o bastante”[1].
Quizás entonces la pregunta tiene que ver con algo diferente. No quiere saber Dios cuánto pesa mi amor. Lo que sí pretende es que aprenda a amar desde Él.
Porque sólo en Él tienen sentido todos mis amores humanos. En Él descubro la belleza de lo humano. En Él lo caduco y temporal tiene una especie de nota eterna que lo mantiene vivo lejos del ocaso.
No me está pidiendo que calcule, que cuente, que pese, que mida. Me está pidiendo tan solo que aprenda a amar como Él me ama. Comenta el Padre Kentenich:
“Si hay algo que no empobrece es amar, regalar la calidez del corazón”[2].
El amor nunca empobrece, todo lo contrario que el odio y el desprecio. El amor ensancha el alma. Compartir mis amores me agranda por dentro.
Proteger lo que es mío sin querer compartirlo me acaba secando. Limitar el amor por miedo a que usurpe su lugar a Dios en mi corazón es lo más mezquino que puedo hacer.
El amor a los hombres en Dios me hace más de Dios, más santo. El amor que no se da se pierde. Y el amor que se entrega se convierte en un río de agua viva que conduce al mar.
Dios no quiere que deje de amar a mis padres por amarlo a Él. Pero también Él me va a ir indicando la forma como quiere que los ame en mi vida.
El amor humano no puede ser un obstáculo que no me deje ir a Dios. Porque todo amor sano es un amor en el que Él está.
Y cuando el amor es enfermo y me enferma, me hace peor persona. Ese amor no me lleva a Dios, más bien me aleja. Ese amor me hace esclavo, me hace perderme en mis egoísmos y caminar como un ciego por la vida. Ese amor no me ensancha el alma, más bien la empobrece.
El amor sano me lleva a Dios. El amor herido no sé cómo, pero oculta la luz de Dios en mi vida. Quisiera hoy que el amor a Dios reinase en todos mis amores humanos.
Cuando amo en Dios a los míos ese amor es poderoso, porque logro amar con la fuerza del amor de Dios en mí. Nada hay en mí que me aleje de Dios. Nada que oculte su mirada misericordiosa.
Me engaño cuando pienso que otros amores pueden ocultar a Dios. U otros gestos pueden apagar los gestos de mi amor a Dios. Decía el Padre Kentenich:
“Debemos querernos unos a otros también humanamente. Si sólo fuese un amor absoluto a Dios el que debiese sostenernos, sabemos que no sería sólido para afrontar la vida. El corazón debe encenderse también para querer humanamente. Entonces tendremos un órgano preparado para abrazar al Amor eterno. Y la prueba de la intimidad, la fuerza, la profundidad y la durabilidad del amor a Dios reside en un amor profundo, auténtico y sano entre hermanas y al prójimo”[3].
Ambos amores van de la mano. Cuando descuido el amor a los hombres por estar con Dios, pierde mi amor cálido a Él. Así de sencillo. Quiero amar con libertad, con hondura, con ternura, a Dios en todos aquellos a los que amo.
[1] J. Kentenich, Un paso audaz: El tercer hito de la familia de Schoenstatt de Rafael Fernández
[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente
[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor