En Castro-Urdiales (Cantabria, España), junto a la costa, hay una cruz que rememora a los fallecidos en naufragio. Es una cruz de piedra, sencilla y fuerte, y tiene historia. La esculpió el cantero Juan Carlos Herrero y se colocó en sustitución de la que había, que quedó maltrecha a comienzos de año a causa de un temporal.
La cruz lleva casi 50 años formando parte del paisaje frente al mar, en La Punta del Rabanal. Se colocó a raíz de la desaparición de tres jóvenes amigos el 28 de agosto de 1974. Salieron a navegar y nunca regresaron. Eran Hortensia Ramírez de Montsesinos, Félix Urdiaín y Jaime Corral. Tenían entre 15 y 16 años.
A raíz de la colocación de esta segunda cruz, uno de los hermanos de Jaime -Pedro (periodista y político)- relató en su blog el proceso espiritual de su padre, José Luis Corral, a raíz de aquel suceso. Al mismo tiempo, el texto muestra también su reflexión personal.
Sus palabras van dedicadas a todas las personas que han sufrido la muerte de un ser querido en este tiempo de COVID-19. Escribe con "el deseo de que sus reflexiones sobre el dolor, el sufrimiento, la muerte y el amor puedan servir de apoyo, inspiración o consuelo en estos tiempos difíciles que vivimos, con la muerte tan presente entre nosotros por causa de la pandemia."
Pedro Corral escribe:
"Mi padre fue un hombre muy religioso. Siempre tuvo a Dios presente en su vida. Pero la desaparición de su hijo con sus amigos en el mar Cantábrico provocó en mi padre el naufragio de sus creencias. (...)
En su diario, como en un cuaderno de bitácora, mi padre registró durante los últimos seis años de su vida una auténtica singladura espiritual. La del hombre (...) que siente la necesidad de descubrir en el horizonte de su vida ya madura, como un faro que le guíe en la noche oscura del alma, la presencia del Cristo crucificado y resucitado.
Mi padre, en el mismo día del naufragio, se encontraba trabajando en Madrid. Mi madre y todos los hermanos –éramos doce hijos, hoy diez- estábamos pasando el verano en Castro-Urdiales.
Conservo vivo de aquella mañana el recuerdo de Jaime, enfundado de la cabeza a los pies en un chubasquero de pescador verde oscuro, desayunando rápido e ilusionado para irse al puerto a embarcarse en la que sería su última singladura.
Fue a las seis de la tarde de aquel día cuando, pasada la galerna, un barco de pesca alertó del hallazgo en la costa, entre las localidades de Liendo y Laredo, del velero que tripulaban Hortensia, Félix y Jaime, con la quilla al sol y desarbolado. Poco después fueron hallados el palo y las velas, tres millas mar adentro, pero no apareció ningún rastro de sus tripulantes.
"Tres días fue el tiempo de silencio de mi padre antes de volver a escribir en su diario una vez conocido el naufragio. En esa anotación relata la forma en que tuvo conocimiento del accidente, y expresa, con serenidad, su perplejidad ante el duro embate del destino:
"(...) Ha sido un golpe terrible que es difícil encajar, por mucha resignación cristiana que uno quiera poner en juego. Sí ha sido consolador comprobar la solidaridad de todos en las operaciones de salvamento”.
Ignorante todavía de la tragedia, la misma tarde del accidente, mi padre (...) se había dedicado a colgar de la puerta de su armario un rosario que le había regalado su hermana Ana María, monja dominica. Dentro del círculo que formaba el rosario extendido en la puerta de su armario, había prendido una imagen de la Virgen del Carmen, junto con algunas fotos y recuerdos familiares.
Unos días después del naufragio (...):
"He puesto un retrato de Jaime, en el que está muy sonriente, en la parte interior de mi armario. Cuando antes de la tragedia organicé las cosas que tenía, y las pegué allí, parece como si hubiera dejado un espacio adecuado dentro del rosario que me regaló mi hermana. Parece así como si hubiera encomendado a Jaime a la Virgen, bajo su advocación de Estrella de los Mares".
A partir de entonces, mi padre empieza su personal e íntima experiencia de la Cruz.
En su particular Vía Crucis (...) también sufre mi padre la desesperación, en la cima del dolor por la pérdida de su hijo:
"(...) No me consuelan demasiado las frases elevadas. Porque yo no puedo elevarme siempre que quiero, aunque noto a veces una sensación de alivio al pensar en el más allá. Pero yo estoy completamente a ras de tierra, como un animal herido que se lame sus llagas para tratar de aliviarse".
Ya en ese mismo sentimiento de desamparo, mi padre quiere encontrar consuelo en la aceptación, en el “Hágase tu voluntad”, aunque reconozca que le es difícil entender esa voluntad:
“La actitud para con Dios, si realmente le consideramos como un padre próximo a nosotros, la actitud sincera, sería de indignación. Algo así como decirle: "qué faena me has hecho". Y no existe rebeldía si uno añade, a pesar de todo: "tú sabrás por qué".
El relato de Pedro Corral sigue: "En su personal Vía Dolorosa, también encuentra mi padre la ayuda de un Simón de Cirene, del que echaron mano los verdugos para que cargara con la Cruz detrás de Jesús.
(...) "Hoy he visto por primera vez en televisión al Papa Wojtyla. Me ha impresionado muy bien. Surge de él como un concepto recio del catolicismo, que no está reñido con una profunda espiritualidad.
Su imagen es como la del "condottiero". Un conductor de hombres.
Viene no sólo del frío sino de otra época histórica. Como si hubiera surgido en un momento de verdadero auge del catolicismo. De una época de Cristiandad".
No tardará mucho tiempo en descubrir que el nuevo Papa “venuto da lontano” es el apoyo que necesitaba para recuperar la fuerza de su fe:
"Me apoyo también en el Papa Wojtyla, mi único intermediario con mi Dios, el Dios que trato de venerar, pero que se me aparece como muy lejano a mi condición de hombre, para que pueda recurrir a Él como único apoyo a mis dificultades y a mis sufrimientos de persona de carne y hueso. Más próximo, aunque más distante de lo que yo para mi quisiera: el Cristo. El Cristo de la Pasión y de la Cruz, que nos trajo la esperanza de la Resurrección".
"Juan Pablo II se inclina sobre el hombre caído bajo el peso de su cruz, y con sus palabras le ayuda a llevar el lacerante madero. Desde entonces, mi padre abre su diario, una y otra vez, a las palabras consoladoras del Papa polaco, como las de su homilía del 22 de mayo de 1979, sobre el sentido del sufrimiento:
"¿Cuál es el valor de nuestro sufrimiento? No habéis sufrido o sufrís en vano: el dolor os madura en el espíritu, os purifica en el corazón, os da un sentido real del mundo y de la vida, os enriquece de bondad, de paciencia, de longanimidad, y -oyendo resonar en vuestro espíritu la promesa del Señor: "Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados"- os da la sensación de una paz profunda, de una alegría perfecta, de una esperanza gozosa. Por esto, sabed dar un valor cristiano a vuestro sufrimiento, sabed santificar vuestro dolor con confianza constante y generosa en El, que consuela y da fuerza".
"La enseñanza espiritual del Papa Wojtyla irá acompañando el camino de mi padre a lo largo de los últimos años de su vida. Después de leer el libro del Papa "Signo de Contradicción", escribe en su diario:
"He empezado a entender el sentido incomprensible del sufrimiento. Es algo que aproxima entre sí a los hombres. Nos iguala a todos. Y todos nos ayudamos unos a otros cuando el dolor nos atenaza. Surge como un deseo de aliviar de su dolor a los demás, ante la impotencia para atenuar el propio. La gente que ha sufrido intensamente vive de otra forma. Mucho más abierta a los demás. El que no se ha visto en circunstancias dolorosas, no sabe lo que puede aliviar una palabra, un gesto, una actitud. Lo que se agradece y la huella que deja. Se nota que el Papa Wojtyla es una persona que ha sufrido".
Con la ayuda de su personal Cireneo, mi padre va comprendiendo el sentido de su sufrimiento, y empieza a trascender su dolor, cuando más fuerte es el oleaje. Por eso puede anotar esta reflexión:
"Tal vez, la supervivencia del amor sea el hecho clave de nuestra religión y el aspecto que en el plano humano constituye su máximo atractivo. El argumento de Gabriel Marcel es definitivo: si Dios ha creado el amor, no puede permitir su destrucción por la muerte.
La muerte, por lo tanto, no es más que un cambio de situación de dos seres que se aman. Pienso que ello supone afrontar la vida, con todas las rupturas brutales.
El "más acá" y el "más allá" no es más que una forma de entendernos los humanos: la vida y la muerte separadas por un hilo finísimo como dice Elisabeth Barbier, lo que expresa bien claramente la idea de continuidad.
No existe, por lo tanto, una "tierra de nadie" entre los vivos y los muertos. Hay como una compenetración constante y una interacción que a mi juicio refleja con gran belleza el dogma de la Comunión de los Santos, que yo quiero entender de esa forma consoladora. (...)".
Más tarde escribe (...):
"Todo esto tiene que tener algún sentido. No puede haber ni sufrimientos ni sacrificios totalmente estériles. Empezando por el sacrificio de los sacrificios: la muerte de Cristo en la Cruz. Si Dios nos hace partícipes, y nos da a cada uno nuestra propia Cruz para cargar con ella, por algo ha de ser. Uno vuelve la vista a su alrededor, y todos, casi todos, van llevando su Cruz. (...) Esto es lo que uno ve en su entorno, aunque no exhiban ni las cruces ni las llagas, que muchos llevan también en su costado...
Eso no puede ser el final. Porque detrás de la Crucifixión tiene que venir necesariamente la Resurrección.
(...)
En el Domingo de Ramos de 1980, poco antes de su muerte, también escribe sobre el sentido de vivir la Cruz de los demás:
"Creo que existe una comunidad en el sufrimiento. Y que unos tenemos que ayudar a llevar la cruz a los otros, la única forma de sobrellevar la propia cruz".
(...)
En esta otra cita de Juan Pablo II en el cementerio de Roma, encuentra el reflejo de su idea de la continuidad, de la comunión entre vivos y muertos:
"Vivimos siempre en el ámbito de la verdad que ellos vivieron, en el ámbito de los problemas que ellos afrontaron. En cierto sentido, somos su continuidad. Ellos viven en nosotros y no podemos cesar de vivir en ellos".
Y en ese estado de paz consigo mismo, y bajo la revelación de esa comunión más allá de la vida y la muerte, mi padre encuentra la fortaleza espiritual para reconocer, pocos días antes de su fallecimiento el 4 de julio de 1980, cuál debía haber sido en realidad su reacción inicial ante la Cruz. Solo alguien que consigue la paz puede cuestionarse con tanta serenidad a sí mismo:
"Realmente la desaparición de Jaime, además del profundo dolor y la pena que nos produjo a todos, introdujo también el desconcierto y como una especie de desbandada. Fue como una bomba que cae en una formación que avanzaba aún en relativo orden. Hasta entonces las cosas iban bien, luego ya fue todo completamente distinto. Sin duda, en gran parte por culpa mía, porque no supe reaccionar debidamente. (...)".
Mi padre muestra, en mi opinión, que la fe no es una pesada armadura que ilusamente nos protege contra la angustia ante el dolor y el sufrimiento, sino que es la fe la que, al contrario, nos desnuda de nosotros mismos, nos libera de la carga de nuestros egoísmos y nos concede la gracia del amor para vencer a la muerte. La fe nos hace niños, nos hace frágiles, seres conscientes de nuestras limitaciones, pobres de espíritu. “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
Solo desde esa conciencia de nuestras limitaciones, de nuestra fragilidad, se hace plenamente efectivo el único poder capaz de hacer presente en nosotros, aquí y ahora, el Reino de los Cielos: el amor.
El amor que evita que corramos en desbandada en medio del dolor, el que nos hace cerrar las filas con el prójimo y enderezar la formación junto a los demás ante los golpes de la vida.
La cruz tiene una breve inscripción: “Hortensia, Jaime y Félix María, perdidos en esta mar el 28 de agosto de 1974”.
Nunca he sentido la necesidad de rezar una oración ante esa cruz. Allí se reza con la mirada. Con la mirada a la cruz, al horizonte, a la mar que rompe en los acantilados. Con la mirada que te conduce al silencio y al recogimiento ante el misterio de la vida y de la muerte.
A pesar de recordar una tragedia, la pérdida de tres vidas jóvenes, esta cruz invita a la paz. La cruz de los acantilados de Castro-Urdiales, la Cruz de Cristo, trasciende el hecho doloroso que la motivó.
La Cruz no es un mero recordatorio del dolor y el sufrimiento humanos. Y la Cruz tampoco es un interrogante sobre el sentido de la vida y el misterio de la muerte. Como aquella lacerante pregunta que formulaba, en un momento de desesperanza, Jorge Luis Borges: “¿De qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido, si yo sufro ahora?”.
La Cruz es la respuesta, con su silueta alzada humilde pero poderosamente al borde de un acantilado, frente al inmenso mar de lo desconocido y frente al horizonte limitado de nuestras vidas. La Cruz es la llave de la puerta que permite pasar del "más acá" al "más allá". La puerta que nos invita a liberarnos del dolor y la desesperanza. La puerta que nos llama a sentirnos en comunión con todos los que hoy siguen vivos en nosotros, eternamente resucitados a través del misterio del amor sin tiempo".