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El ambiente cultural que favorece la eutanasia

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Miguel Pastorino - publicado el 18/11/20
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Algunas de las razones que hace más aceptable la eutanasia en la opinión públicaQue muchas personas vean en la eutanasia un derecho individual, un acto humanitario de compasión o una defensa legítima de la libertad individual, manifiesta no solo la confusión que sigue existiendo sobre lo que es la eutanasia en sí misma, sino especialmente el cambio cultural que precede a los argumentos que hoy se esgrimen sin demasiado análisis.

Son muchos los factores que llevan a las personas a estar de acuerdo con que se elimine a una persona en un contexto médico como forma de evitar sufrimientos, aunque esos sufrimientos pudieran enfrentarse de otra manera.

Si bien las personas pueden tener diferentes razones para estar a favor de la eutanasia, y muchas veces está relacionado con duras experiencias personales de ver a sus familiares morir con una mala atención médica y sin los cuidados necesarios, no es menos verdad que hay un cambio de mentalidad cuyas raíces exceden a las personas concretas y se hunden en la crisis cultural que atraviesa occidente.

Enunciaremos solo algunas de las razones que según creemos, hace más aceptable en la opinión pública este tipo de prácticas.

Cambios culturales y el olvido de la muerte

Los impresionantes e innovadores avances de la medicina hacen posible mantener con vida a personas con enfermedades graves, al mismo tiempo que las personas viven más años y padecen las enfermedades durante mucho más tiempo, requiriendo tratamientos a largo plazo. Esto también ha generado la obstinación terapéutica prolongando la agonía y no dejando morir en paz a las personas.

Aunque hoy nadie defiende la obstinación terapéutica porque es contraria a la ética médica, son muchos los que creen que estar en contra de tal actitud es ser favorable a la eutanasia.

Por esta razón es importante que se aclare que la eutanasia no es aliviar el sufrimiento o retirar tratamientos fútiles, sino matar al paciente antes de su muerte natural.
También en las sociedades occidentales la hospitalización ha dejado a los moribundos alejados de sus seres queridos y rodeados de aparatos.

La pérdida cultural de la familiaridad con la muerte la ha vuelto cada vez más una realidad incómoda de la que no se sabe hablar ni cómo hacerle frente. Las personas hoy no cuentan con un horizonte de reflexión para prepararse para la muerte, porque la muerte no parece formar parte de la vida; se vive como si la muerte no existiera y cuando sucede ha de ser rápida y sin demasiada reflexión.

Huir del sufrimiento

En este contexto también se huye del sufrimiento, como si no formara parte de la vida. En los últimos años han surgido más analgésicos que en todo el resto de la historia de la farmacología.

Actualmente el umbral para declarar “insoportable” el dolor es cada vez más bajo y es una realidad totalmente subjetiva. Cuando cualquier cosa puede parecer intolerable según lo perciba cada uno, ¿quién puede evaluar la objetividad de algo que no depende de ningún criterio objetivo?

Por otra parte, la cultura del éxito material y un hipertrofiado individualismo que pregona la independencia total no puede aceptar la natural dependencia del ser humano y mucho menos las situaciones de fragilidad, de vulnerabilidad y falta de control.

Se prefiere morir a perder el control o depender de otro para nos cuide. No es casualidad que el suicidio asistido se haya legalizado primero en países donde la prosperidad material y el valor de la “calidad de vida” se imponen sobre el valor de la vida humana, donde no hay tiempo ni lugar para la compasión, sino para la desaparición rápida de lo que nos arranca de una vida “placentera” y autosuficiente.

Es en esta mentalidad donde se confunde “dignidad” con “calidad de vida” y así se establecen estándares de “dignidad humana” según lo que se considere “una vida digna”. Es fácil concluir lo que puede ocurrir con los discapacitados, los enfermos, los ancianos y los más pobres. Pasan a asumirse socialmente, incluso desde ellos mismos, como vidas “menos dignas”.

¿Cada uno decide cuánto vale su vida?

Cuando se absolutiza una idea de libertad individual que no reconoce límites éticos, se termina elogiando el suicidio como un valor positivo, como una legítima opción de autodestruirse, paradójicamente como un acto de valentía.

Porque se pone el acento en la supuesta libertad de decidir morir, como si por el solo hecho de ser un acto libre, fuera bueno en sí mismo. Intuitivamente percibimos que cuando alguien intenta matarse, siempre tratamos de disuadirlo de tal decisión irreversible porque comprendemos que quiere eliminar un grave sufrimiento, no dejar de existir.

Pero lo que no se suele explicar suficientemente es que si cada uno puede disponer de su vida como si fuera un bien o un objeto, ¿podría renunciar a su dignidad humana y permitir que se le haga cualquier cosa? Si alguien desea ser esclavizado o torturado como un derecho propio, ¿habría que consentir su pedido por respeto a su libertad? ¿O más bien habría que negarse porque nadie tiene derecho a hacerle daño o a usarlo como un objeto?

La dignidad de la persona

Y es que la dignidad de una persona, de todo ser humano, no depende de si él se valora o no subjetivamente, de si él cree que su vida no vale nada. Los Derechos Humanos se reconocen respecto de todo ser humano y son irrenunciables. El derecho a la vida y la dignidad inherente de todo ser humano nos impone a todos el deber de protegerle, no nos habilita a destruirle, aunque alguien lo solicite como un supuesto “derecho”.

Aunque yo pueda suicidarme o pedirle a alguien que me mate, eso no significa que sea válido, ni el ejercicio de un derecho. Por eso el supuesto “derecho a morir” sería inventar un “derecho a matar”, seria reconocer que hay vidas que no valen, que pueden descartarse, que habría seres humanos con dignidad y otros que pueden perderla o renunciar a ella por propia decisión y que otros podrían pisotear esa dignidad con su permiso.


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Materialismo y consumismo

El consumo y las expectativas sobre lo que es una vida digna están profundamente vinculados y las pautas de lo que es una vida que valga la pena está marcada acríticamente por valores consumistas donde el bienestar es lo que hace a una vida valiosa y buena.

El mercado crea estilos de vida y necesidades nuevas, cambiando valores y significados. Cada uno puede construir la imagen de lo que quiere ser. Esto unido a una visión funcional y materialista del cuerpo, que reduce al ser humano en forma unidimensional, crea el ambiente para un culto al cuerpo joven y atractivo.

Así los enfermos, los discapacitados, los ancianos pasan a ser imágenes de lo no deseado, de lo que hay que esconder. En este contexto los debates sobre la eutanasia se han puesto de moda cuanto más grande es la distancia que nos separa de aquellos sobre los que discutimos.


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¿Qué vida no vale la pena?

Comenzamos a discutir sobre personas cuyas vidas “ya no valen la pena”. Una visión materialista de la vida se impone implícitamente cuando se define la calidad de la vida humana en función de la salud, la edad, la productividad y el éxito, olvidando la dignidad inherente a todo ser humano, sin importar su condición. La actual retórica sobre los Derechos Humanos olvida el fundamento de todos los derechos: la dignidad humana que nunca se pierde y que ha de ser reconocida por todos.

Claramente lo expresa Janne Haaland Matlary: “La dignidad es lo que hace persona a un ser humano, y es un rasgo totalmente inmaterial, aunque el cuerpo también tiene dignidad. Cuando respetamos a alguien, mostramos que reconocemos su dignidad, pero cuando le tratamos como a un objeto, como a una cosa, como algo material, le estamos negando esa dignidad. Mostrar respeto es la mayor indicación de que sabes lo que es la dignidad” (Derechos Humanos depredados, 2008).

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