Un caso llegado a consultorio, muestra cómo no hay verdadero amor cuando hay un corazón duro
Hoy hay flores blancas en el “jarrón del arrepentimiento “en la sala de nuestra casa.
Las he puesto yo… mea culpa.
Hubo un tiempo en que tras una acalorada discusión y sin conceder ni ceder, simplemente sugería a mi esposa fumar la pipa de la paz, en un “nos tenemos que aguantar”, retomar la comunicación para efectos prácticos. Pero algo verdaderamente se estaba rompiendo entre nosotros.
Sucedió así, porque con elaborados prejuicios comencé escalar en una espiral de apasionamiento y faltas de respeto en las que llegue a tocar deliberadamente sus heridas más profundas.
Por eso, hasta los actos en los que simplemente intentaba ser amable le parecían sospechosos. Ni que decir de la acuñada frase: “Querida, no tengo palabras para expresar mi arrepentimiento, te juro que nunca volveré a hacer o decir algo semejante”.
Fue ella quien propuso que buscáramos ayuda especializada.
Me negué en un principio, pues en mí, la soberbia había llegado a considerar ya nuestra separación con el falaz argumento: “La amo, pero tenemos una insoluble incompatibilidad de caracteres”.
Corazón duro
Tras largos titubeos acepté admitiendo mis dudas.
Amaba mal, pero amaba, así que comencé a admitir en conciencia que ninguna ayuda resultaría si yo no lograba cambiar el fondo de mi endurecido corazón, como la solución definitiva de una verdadera conversión al amor.
Si ciertamente era responsable, trabajador, comprometido y marido fiel… eran virtudes en las que me regodeaba en un enfermizo amor a mí mismo, por lo que mi esposa entre sollozos llegó a decirme que deseaba que fuera menos “virtuoso” y más amorosamente compasivo.
Lejos estaba de entenderla, y teniendo la felicidad en mi mano, era un perfecto infeliz.
Pasaba que mi orgullo bloqueaba mi capacidad de entenderlo de esa manera, pues intentaba amar solo a base de voluntad y no atraído por la fuerza de su amor, por lo que era incapaz de verlo ni tocarlo. Siendo así… ¿Como lograr amarla con ese corazón que reclamaba?
Fue por la terapia que comencé a desalojar de sus profundidades al molesto inquilino de mi yo para darle espacio al amor y emprender así un camino que me hiciera sensible a las muchas heridas que en mi egoísmo había causado, y sanarlas. Mas seguía siendo presa de contradicciones.
Compartir su dolor
Sucedió la última vez que la descubrí llorando en silencio, y aun así, me sonrió con mucha paz.
En ese momento pude al fin reconocer la penosa diferencia entre el enojo contra mí mismo por haberla ofendido y el arrepentimiento por haberle causado dolor y tristeza.
Y que debía compartir su tristeza, y dolerme su dolor.
Era el último obstáculo para purificar mi corazón.
Han pasado los años y hemos logrado ser felices, sin dejar de discutir por esto o aquello. Sin embargo, a la más pequeña herida inmediatamente damos cabida al espontáneo abrazo… Luego, examinada la culpa, con dolor y nuevos propósitos… aparecen las flores.
Testimonio anónimo.
Consúltanos escribiendo a: consultorio@aleteia.org
Te puede interesar:
¿Quién debe perdonar más en la pareja?