Impulsó la creación de monasterios, realizó obras de caridad y fomentó las peregrinaciones a la gruta de Massabielle
La vida de la emperatriz de los franceses Eugenia de Montijo no fue una vida fácil. Subió al trono sin el apoyo del pueblo ni de la corte, que esperaban para su emperador a una princesa de sangre real.
Tomó decisiones políticas que no siempre fueron acertadas y sufrió la dura pérdida de su único hijo después de haber tenido que abandonar su patria de adopción y aceptar un exilio forzado en Inglaterra. Sin olvidar que su vida peligró en varias ocasiones al sufrir reiterados atentados terroristas.
A pesar de que la suya no fue una existencia de cuento de hadas, en la que el lujo, las joyas, los bailes y los banquetes compitieron con las sombras de un reinado convulso, Eugenia de Montijo no dejó nunca de luchar y de defender, por encima de todo, sus creencias católicas que la llevarían a convertirla en una soberana caritativa y solidaria.
Eugenia nació en Granada, el 5 de mayo de 1826, en una sociedad marcada por el liberalismo. Su padre era Cipriano Palafox, que ostentaba, entre otros, el título de conde de Montijo. Su madre, la aristócrata María Manuela, era una mujer alegre y amante de las fiestas que durante años tuvo como principal objetivo en su vida, encontrar para sus dos hijas, María Francisca y Eugenia, unos maridos de alta alcurnia.
La pequeña Eugenia fue educada con esmero en su Granada natal y en un prestigioso centro religioso de París, el convento de las Damas del Sagrado Corazón. Allí, alejada de la vida mundana, Eugenia debió de encontrar calma y paz y afianzó una fe que sería el puntal de su larga existencia.
De hecho, al parecer, María Manuela mandó llamar a su hija antes de tiempo por miedo a que sintiera tan profunda devoción que terminara tomando los hábitos.
Emperatriz de Francia
Eugenia regresó a Granada donde se convirtió en una joven casadera, elegante y atractiva. Hacia mediados de siglo, años después de la muerte de su padre, se trasladó a vivir con su hermana y su madre a París. Por aquel entonces, París era la capital de la entonces Segunda República Francesa, presidida por Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del emperador Napoleón.
María Manuela no tuvo que preocuparse porque su mejor candidato, el joven Bonaparte, se fijara en su hija. Más complicado lo tuvo que Eugenia aceptara las proposiciones del futuro emperador, que rechazaba una y otra vez. La insistencia dio sus frutos y Eugenia aceptó la propuesta de matrimonio del que pronto se erigiría como emperador del Segundo Imperio Francés.
El 30 de enero de 1853, Notre Dame se convertía en el escenario del matrimonio del ya emperador Napoleón III y Eugenia de Montijo, quien, en aquel mismo momento fue coronada como emperatriz consorte. Una de las primeras decisiones que tomó poco después fue la de donar la cuantiosa suma recibida del municipio de París como regalo de bodas para que se pudiera construir un asilo para niñas desamparadas.
Convertida en emperatriz de los franceses, muchas de sus actividades públicas se centraron en realizar infinidad de obras benéficas colaborando con organizaciones católicas. Además de impulsar la fundación de hospicios, hospitales y centros que dieran asilo a los más necesitados, Eugenia los visitaba siempre que podía para conocer de primera mano las necesidades que ella pudiera paliar.
El nacimiento de su hijo, tras un duro parto y años de espera, fue una de las mayores alegrías para la emperatriz, quien además se sintió honrada por la bendición del Papa León XIII, ahijado del niño.
Devota de Lourdes
Sin embargo, cuando el pequeño Napoleón Luis tenía apenas un año de edad cayó gravemente enfermo. Desesperada y angustiada ante la posibilidad de ver morir tan prematuramente a su hijo, mandó traer agua de Lourdes y el pequeño se recuperó. La emperatriz defendió siempre las apariciones de Lourdes y fomentó los viajes de peregrinación a la gruta.
1870 marcó el inicio de la etapa más triste en la vida de Eugenia de Montijo. La derrota de las tropas imperiales en Sedan y la caída del Imperio les obligó a marchar a un largo exilio a Inglaterra. Allí vivió la muerte de su marido y, posteriormente, la trágica desaparición de Napoleón Luis. Tras la muerte de su amado hijo, solamente encontró consuelo en su fe para poder sobrellevar una tragedia de semejante calibre.
Para honrar su memoria, impulsó la construcción de la abadía benedictina de Famborough, en Hampshire, lugar donde había pasado parte de su exilio. Eugenia entregó a la comunidad la Rosa de Oro de la Cristiandad, distinción que había recibido del papado y mandó que los cuerpos de su marido y su hijo descansaran tras sus muros.
Durante sus noventa y cuatro años de vida, Eugenia de Montijo fue siempre fiel a su credo. El mismo emperador, su esposo, en un discurso ante el Senado francés, dijo sobre ella que era “católica y piadosa, rezará al cielo las mismas oraciones que yo hago por la felicidad de Francia”.
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