En las celebraciones importantes de familia, mi padre tomaba la palabra antes de bendecir la mesa. Siempre aconsejaba que debíamos permanecer unidos en el amor aportando a la sociedad nuestros valores, con los que jamás debíamos transigir.
Seriamos una inyección intravenosa en la sociedad.
Y modestia aparte, lo hemos cumplido por haber sido beneficiarios del amor que unió a mis padres en una dimensión, en la que siendo solo uno, vivieron la alegría y el amor al darnos la vida y educarnos. Para ellos fue como las dos caras de una misma moneda, pues el amor, aun cuando es un bien en sí mismo, tiene forma de cruz.
Y fue así que nuestra historia familiar se fue acrisolando en lecciones que ahora forman parte de nuestra propia experiencia, acerca de que nadie puede amar si no se sabe y siente amado.
Aquí algunas de ellas:
Sobre las inevitables contingencias de la vida y mientras aprendíamos a ser generosos y responsables, mis hermanos y yo, también les provocamos dolores morales, poniendo a prueba su fortaleza más intima al sobrellevarnos con ilusión y paciencia.
Es así, porque los actos morales buenos o malos de los hijos siempre serán fuente de gozo o dolor en los padres. Y serán la medida de su felicidad.
Los hijos solemos no comprender que, para honrar a nuestros padres, más que evitar ofenderlos en su dignidad debemos evitar herirlos en sus expectativas de amor.
Los padres en su amor desean verse correspondidos. Siempre esperan una frase de cariño o una caricia, guardando silencio y disimulando su tristeza ante el desamor de sus hijos.
Sufriendo ante su debilidad o altivez.
Los padres experimentan vívidamente las emociones de sus hijos.
En efecto, acompañan a cada uno de sus hijos mientras crecen identificándose con sus alegrías, su inagotable capacidad de asombro, sus pequeñas o grandes contrariedades. Van descubriendo y aceptando su ser con un amor entrañable.
Dios les premia volviendo a vivir en cada hijo.
Por orgullo o una insana rebeldía, los hijos tomamos decisiones sin consultarlos o dejarnos ayudar en nuestros errores.
A los padres nada desanima más que la imposibilidad de ayudar a un hijo, resultándoles muy arduo amar, a quién no se deja querer.
Mas no desisten en sembrar amor para cosechar amor.
Los padres sufren el dolor más grande por las penas de un hijo.
Ante la pena de un hijo, los padres no solo la sufren con la cabeza o con el corazón. También la sienten en sus mismas entrañas.
Y en silencio ofrecen sus vidas ante la más dura prueba en algún hijo.
Nos educan como un servicio, y en ocasiones el corregir, les cuesta sus propias lágrimas.
Así, cuando después del conflicto esperan ansiosos el regreso de las sonrisas, la paz y la armonía, son siempre indigentes en el amor de sus hijos.
Los padres no aspiran a la sola buena voluntad de los hijos, sino a saberse en su corazón.
Es ahí donde quieren tener su morada mientras vivan y cuando hayan partido.
Los hijos aun adultos gozan de la presencia de los padres y gustan de atraer su atención. Lo hacen para obtener una sonrisa, disfrutar de una caricia o una mirada de complicidad, como cuando eran niños.
Es así, porque los padres siempre profesan un amor incondicional, y el hijo, al saberse amado incondicionalmente, no se avergüenza de manifestar ciertos rasgos de su infancia en plena madurez, en un descanso de su alma.
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