Durante el trayecto hacia Getsemaní, alguien comentó: “Un pintor famoso visitó este lugar y, apenas entró, quedó paralizado. Dijo haber buscado por años los colores que representaran la agonía y que, finalmente, los había encontrado allí”. Me pareció una anécdota emotiva y bonita y mi curiosidad por conocer el lugar en el que creció.
Al llegar, se encuentra uno frente a frente con los famosos olivos milenarios, esos árboles bajos y de apariencia enclenque que dan el fruto hasta que se mueren. El fruto no muere con ellos. Y de sus ramas exhaustas emergen las nuevas que prolongan una vida perenne y fecunda.
Es como un canto a la vida en tiempos en que se instaura una cultura que prefiere reverenciar a la muerte. Ellos, no obstante –pensé- nos confirman en la posibilidad de que la vida sea la que tenga la última palabra. Allí estaban, como esperándonos e invitándonos a entrar a aquella imponente construcción contigua que se alza sobre la inmensa piedra donde Jesús rezaría toda una noche esperando, en vano, a que sus apóstoles se le unieran.
Y Jesús oró y oró. No pegó un ojo aquella víspera de su detención. En adelante, el Triduo, ese que seguimos, unos atentos, otros remolones; unos fervorosos, otros indiferentes. Pasión, Muerte y Resurreción del Señor sin cuya seguidilla la Historia de nuestra Salvación no podría ser contada. Pasión que, en verdad, comenzó con aquella vigilia donde el sudor se transformó en sangre y la espera en una angustia en solitario. Todo ello ocurrió en ese pequeño huerto vecino a la basílica donde, delante del altar, como un silencioso monumento impertérrito, descansa la parte más significativa de esa larga y ancha piedra, el espacio donde Jesús colocó su cuerpo que ya comenzaba a padecer.
Debo confesar que, antes de entrar en ese templo, yo era una turista más. Impresionada, claro está, por los sitios que iba conociendo y que me daban la sensación de estar, literalmente, pisando el Evangelio. El mismo que leemos cada vez que asistimos a Misa y que allí se nos presentaba en todo su dramatismo pero también en todo su esplendor. Iba tratando de digerir todo aquello que se agolpaba ante nuestros ojos como un video continuado, denso y sorprendente. Todo era tan viejo como nuevo para mí. Pero cuando entré en aquella basílica, las cosas cambiaron.
Influye el ambiente de impresionante silencio, los colores duros y oscuros, la tenue luz que se entre apaga como si se resistiera a brillar en un lugar condenado a ser lúgubre. Todo callado, La gente –sin importar si creyente o no- se inclina a respetar lo allí ocurrido más de dos siglos antes. Mucho tiempo que, de repente, aflora como una imagen hecha el día antes. Indescriptible lo que pude experimentar yo, que soy poco dada a dramatismos ni llantos fáciles.
Nada más entrar e ir acercándonos al altar, nos topamos con la famosa piedra. Más que piedra, roca por sus dimensiones. No es alta pero sí larga, tanto, que comienza en el huerto de los olivos y termina dentro del templo. Todos pueden acercarse, sin temor a ser frenados, sentarse en los pequeños banquitos alrededor o bien reposar la frente sobre la fría piedra para rezar. Un frío que debió incrementar el que Jesús, de seguro, ya traía en su alma al saber el horror que le esperaba cuando despuntara el alba. Luego vendría el Sanedrín, los azotes, la corona de espinas, el camino al calvario, la crucifixión. Allí aposté, secretamente, que lo más duro para Él debe haber sido el episodio que medió entre estos capítulos: la traición. Judas vendiéndolo por unas pocas monedas, Pedro negándolo…y quién sabe cuántos sufrimientos más, que el Evangelio no habrá podido recoger.
Todo eso viene a la mente cuando se traspasa el umbral de la agonía. Porque eso es lo que se experimenta una vez dentro de la basílica. Recuerdo que las lágrimas comenzaron a aflorar de mis ojos y caían en borbotones sobre mi blusa. No podía parar. Era un llanto desconocido, profundo, largo y sostenido aunque discreto. No exagero si describo que es lo más cercano que puedo concebir a un llanto del fondo del alma. Alguien, conmovido, se me acercó y me abrazó pero nunca supe quien fue. Tal vez alguien que entendía bien lo que me ocurría porque ni yo lo sabía.
Fue una reacción repentina. Pero algo debe haber incubado en mi ánimo para soltar esas amarras. ¿Conocer la Historia? ¿Estar conectada con ella desde siempre? ¿Una profunda indignación por todo lo que le hicieron sufrir?
Después de todo, toda la vida he temido leer sobre los detalles de la Pasión, fui de las que no pisaron una sala de cine donde esas imágenes se proyectaran y cada vez que pienso en ello tengo sentimientos encontrados: ¿Por qué de esa manera? ¿Por qué por nosotros, que no lo merecemos, nunca lo merecimos y probablemente jamás lo mereceremos?…y una larga lista de porqués.
Pero, del otro lado, tenemos esa maravillosa inmolación, esa misericordia, todo ese padecer gracias a lo cual hoy tenemos un chance para la eternidad.
De hecho, cuando pasé frente al punto donde la Verónica, desafiando a los soldados, sale para secar su cara sudorosa y ensangrentada, me pregunté si, a pesar de toda mi indignación por la brutalidad desplegada en su contra, habría sido yo capaz de hacer lo mismo. Y es allí donde uno se siente interpelado. Es la lucha interior que todo cristiano debe librar: entre el conformismo y el riesgo, entre la indiferencia y el compromiso, entre la coherencia y la inconsistencia.
Al unísono, como si estuviéramos conectados por el mismo sentimiento, unas cien personas, católicos africanos que integraban un tour, comenzaron también a llorar sin consuelo sobre la piedra.
Súbitamente, me descubrí unida en esa especie de oración de lágrimas, a gente de un continente que para nosotros los americanos resulta tan distante, quienes eran capaces de sentir lo mismo que yo y expresarlo de la misma manera. No sé cuánto tiempo lloré. De hecho, escribiendo estas líneas y recordando el momento, aún se llenan los ojos de agua.
No me pasó algo semejante ni siquiera cuando viví la emoción de entrar al Santo Sepulcro y arrodillarme ante esa otra más famosa loza. Quien sabe si porque lo que evoqué allí fue el alivio de la Resurrección y lo que gravitaba en la Basílica de la Agonía era puro sufrimiento. Jesús tuvo que tener miedo. El sistema de poder más eficaz que ha concebido la Historia los conquistaba. La noche más oscura del planeta estaba tras sus pasos y no iba a oponer resistencia.
Ese llanto fue liberador pues me hizo comprender que no es nada ante las lágrimas que Él derramó; y no porque no valga ni carezca de motivo, sino porque Él aceptó su misión hasta las últimas consecuencias. Nosotros no. Es mucho lo que nos falta y tan sólo entender eso es sanador. Es el comienzo de la conversión y la redención.
Creo que Él no estaba dispuesto a permitir que yo pasara por Tierra Santa sin que Tierra Santa pasara por mí, lo que siempre es un riesgo debido a la loca carrera por conocer, por recorrer, por ver y sentir. El lógico estupor a veces esconde el auténtico sentido de las cosas. Después de todo, no todos los días se puede ir a esos lejanos y tan anhelados lugares. Esto que relato es una experiencia muy personal e íntima. Pero puedo decir que Él lo consiguió. No sólo dejé de ser una turista más sino que, después de ese viaje, ya la Misa no es igual. Vivo una apreciación de la Eucaristía totalmente nueva, la verdadera “Cena del Cordero” de que habla Scott Hahn. Porque es cierto: si una palabra encierra el significado de la Misa es “Misericordia”.
Quién sabe qué había en su corazón durante aquél difícil trayecto hasta el Gólgota. Él no hablaba. Tan maltratado, ni fuerzas tendría para ello. Pareciera que reservó las que le quedaban para aquellas palabras que dijo en la cruz y que han quedado como un testimonio de lo que es la Bondad Suprema. El perdón, la misericordia, la entrega, la confianza puesta en Dios, su Padre y Señor. Fue allí cuando le dio al barro una dimensión ética.